Santos del día: San Gabriel de la Dolorosa clérigo pasionista y San Gregorio de Narek

San Gabriel, en ese tiempo Francisco Possenti, nace el 1 de marzo de 1838 en Asís en una familia rica. Undécimo de 13 hijos, en su casa lo llaman “Quequino” y ya desde pequeño aprende a rezar, como le enseñan sus padres quienes le transmiten una fe fuerte. El papá Sante, funcionario del Estado Pontificio, después de varios encargos, es nombrado asesor en Spoleto y aquí se traslada con toda la familia. Poco tiempo después muere la mamá; “Quequino” tiene apenas 4 años y a cuidar de él son sobre todo su hermana María Luisa, y la empleada. Estudia con los jesuitas, donde crece su devoción mariana ya transmitida por la educación religiosa recibida, y, en el ambiente del colegio, medita sobre la vida de Cristo y sobre el contraste entre los valores evangélicos y el mundo.

De la vida mundana a la vida religiosa

Desde adolescente se hace notar como un joven exuberante e ingenioso, elegante y vivaz. Tiene un óptimo rendimiento escolástico y frecuenta gustoso la buena sociedad de Spoleto. Se siente también atraído y fascinado por la vida religiosa, pero ama la diversión, frecuenta salones de baile y teatros y lee novelas con avidez. Los diferentes lutos familiares lo marcan profundamente. En 1855 es suprimida por el cólera la hermana María Luisa. Francisco es afectado enormemente por su perdida, reflexiona sobre la inconsistencia de las alegrías humanas y piensa en la vida religiosa. Pero el padre trata de desanimarlo. Era el 22 de agosto de 1856 – el último día de la octava de la Asunción – cuando por las calles de Spoleto se desarrolla la procesión con la imagen de la Virgen venerada en la Catedral. Francisco esta entre la gente y en el momento en el cual el icono esta ante él, percibe claramente que la Virgen le dirige algunas palabras: “Francisco, ¿aún no entiendes que esta vida no está hecha para ti? Sigue tu vocación”. Quince días después deja Spoleto. Tiene 18 años. Se detiene en Loreto para orar y dialogar con María y en Morrovalle pide entrar entre los pasionistas.

Su indeleble memoria a los pies del Gran Sasso

Apenas novicio elige hacerse llamar Gabriel de la Dolorosa y así describe a sus familiares su nueva vida en la comunidad religiosa: “La alegría y el gozo que siento dentro de esta casa es casi incalificable en comparación a la diversión que tenía afuera. No cambiaría un cuarto de hora transcurrido aquí adentro en oración ante la Virgen con un año o con el tiempo que quieran lleno de los espectáculos y de los pasatiempos de Spoleto. De verdad, mi vida está llena de alegría”. El 22 de septiembre de 1857 profesa sus votos y en junio de 1858 se transfiere a Pieve Torina para perfeccionar sus estudios de filosofía e iniciar aquellos de teología para el sacerdocio. Aquí multiplica su práctica ascética, continua cultivando su devoción a la Dolorosa y se dedica a los pobres. El 10 de julio del año sucesivo es enviado al convento de la Inmaculada Concepción en Isola del Gran Sasso para prepararse a la ordenación. En mayo de 1861 Gabriel en Penne recibe las ordenas menores. Pero su salud es inestable: enflaquecido, afectado por fiebres y dificultades de respiración con tos y dolores al pecho, le es diagnosticado la tuberculosis. Muere el 27 de febrero de 1862, a la edad de 24 años, apretando hacia su corazón la imagen del Crucificado con la Dolorosa.

  San Gregorio de Narek

Un día una tormenta te sacudió, y tus aguas…rasgadas por los relámpagos, elevaron un extraño canto, frenético y armonioso, noblemente áspero y suavemente terrible…como entonado por la trompeta de un arcángel preso del espanto y la piedad frente a los horrores del infierno abierto. Era el alma del monje de Narek que pasaba sobre ti”. 

(Oda a la lengua armenia, 1908)

Las palabras que el escritor Archag Tchobanian dedica a Gregorio de Narek en este poema, escrito en uno de los momentos más terribles de la historia armenia, revelan el crisol donde el monje forjó un nuevo verbo teológico arraigado profundamente en la tradición de su tierra.

No busco la quietud, sino el rostro de Aquel que la otorga (Lamentaciones)

Gregorio de Narek, nació entre 945 y 951 en el Vaspurakan  (Armenia histórica) en una familia de literatos. Tras la muerte prematura de su madre, su padre, Khosrov, es nombrado arzobispo de Andzevatsik y confía su educación a su tío Ananías, médico, filósofo y abad del monasterio basiliano de Narek, célebre escuela de Sagrada Escritura y Patrística.  Gregorio estudiará allí, además de la Biblia, a los poetas y filósofos helenistas, será ordenado sacerdote, luego abad y reformará Narek. Contemplativo, pero no aislado de los acontecimientos políticos y eclesiásticos de su tierra y su tiempo, su  fama traspasa los muros  del monasterio.  Así, a petición del príncipe Gurgen de Andzevatsik, escribe su Comentario sobre el Cantar de los Cantares  y del obispo Stepanos  la historia de la Santa Cruz de Aparank y destina sermones e himnos a la enseñanza del pueblo. De especial importancia para la comprensión de sus enseñanzas mariológicas son los encomios a la Santísima Virgen, en los que preanunciaría la concepción inmaculada de María, con un estilo conmovedor donde se percibe su añoranza de la figura materna.  Al final de su vida escribe  “El Libro de las Lamentaciones” tan popular y amado  en Armenia que  su lectura era obligatoria para los escolares una vez que hubieran aprendido el alfabeto. Muere alrededor del 1010 en Narek donde su tumba, lugar de peregrinación durante ocho siglos, fue destruida al igual que el monasterio durante el genocidio de 1915-1916.

Dios se esconde en el lenguaje

Escrita hace 1.200 años, la obra de Narek sigue siendo un modelo universal de literatura y espiritualidad. Gregorio inventa un género, una especie de treno (oración fúnebre griega) sobre un alma en extremo peligro y un tipo de libro, una cadena de oraciones.  “El ritmo y el número a los que recurrí en el poema anterior -dice en Las Lamentaciones– no tenían otro fin que agudizar el dolor, la queja, los suspiros, la amarga letanía de lágrimas…Por lo tanto, retomaré aquí la misma forma, en cada frase, como anáfora y como epístrofe, y haré que la repetición figure fielmente el espíritu, el poder vivificante de la oración».  Es un innovador porque  libera la palabra interior de todos los cánones de expresión regulados por la tradición filosófica o religiosa de su tiempo y al hacerlo devuelve al espíritu su derecho a expresarse sin restricciones, entablando un diálogo directo con Dios que excluye cualquier dogmatismo, excepto el de la libertad.  Un diálogo donde la soledad del ser humano y el silencio expresivo de Dios se entrecruzan y se responden;  una “venida de Dios en el lenguaje” que muestra incluso los límites de éste para abordar lo divino. 

En los 95 capítulos u oraciones de Las Lamentaciones, el monje filósofo se hace representante solidario de todo el género humano, extraviado en el laberinto del pecado y angustiado por la necesidad de amor, en constante tensión hacia algo que no pertenece al mundo que habita,  hasta abandonarse a la misericordia del Dios de la luz, cuya proximidad siente entonces como inmediata.

Su herencia fue recogida por los poetas armenios del siglo XX en una época en la que anteponer el ser humano a cualquier sistema era extremadamente difícil. 

Un grito que se hace oración

El 12 de abril de 2015 con motivo de su proclamación como Doctor de la Iglesia, el Papa Francisco, escribía en su Mensaje a los Armenios: “San Gregorio de Narek, monje del siglo X, más que cualquier otro supo expresar la sensibilidad de vuestro pueblo, dando voz al grito, que se convierte en oración (…) Formidable intérprete del espíritu humano, parece pronunciar palabras proféticas para nosotros: «Yo cargué voluntariamente todas las culpas, desde las del primer padre hasta las del último de sus descendientes, y de ello me consideré responsable» (Libro de las lamentaciones, LXXII). Cuánto nos impacta ese sentimiento suyo de solidaridad universal. Qué pequeños nos sentimos ante la grandeza de sus invocaciones: «Acuérdate, [Señor,]… de quienes en la estirpe humana son nuestros enemigos, pero para su bien: concede a ellos perdón y misericordia (…) No extermines a quienes me muerden: ¡conviértelos! Extirpa la viciosa conducta terrena y arraiga la buena conducta en mí y en ellos» (ibid., LXXXIII). 

  • Luciano Gonzalez

    Locutor- Productor- Editor

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