
Evangelio según San Marcos 10,1-12.
Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: «¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?».
El les respondió: «¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?».
Ellos dijeron: «Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella».
Entonces Jesús les respondió: «Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.
Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer.
Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre,
y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne.
Que el hombre no separe lo que Dios ha unido».
Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto.
El les dijo: «El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella;
y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio».
San Juan Pablo II (1920-2005)
papa
“Los dos serán una sola carne”
Cuando Cristo, antes de su muerte, en el umbral de su misterio pascual, ora al Padre diciendo: “Padre Santo, guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno, como tú y yo somos uno” (Jn 17,11), pedía también, quizás de un modo privilegiado, por la unidad de los matrimonios y de las familias. Ora por la unidad de sus discípulos, por la unidad de la Iglesia. Ahora bien, el misterio de la Iglesia es comparado por San Pablo al matrimonio. (Ef 5,32) La Iglesia, por tanto, no sólo coloca el matrimonio y la familia en un lugar especial dentro de sus afanes, sino que, en cierto modo, considera también el matrimonio como preclara imagen suya. Colmada del amor de Cristo-Esposo, que nos amó «hasta el extremo», la Iglesia mira hacia los esposos, que se juran amor hasta la muerte, y considera como tarea suya peculiar salvaguardar este amor, esta fidelidad y esta honestidad y todos los bienes que nacen de ahí para la persona humana y para la sociedad. Es precisamente la familia la que da la vida a la sociedad. Es en ella donde, a través de la obra de la educación, se forma la estructura misma de la humanidad, de cada hombre sobre la tierra. He aquí lo que dice, en el Evangelio de hoy, el Hijo al Padre: «Yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos ahora las recibieron… y creyeron que tú me has enviado…; todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío» (Jn 17, 8-10). ¿No resuena, en el corazón de las generaciones, el eco de este diálogo? ¿No constituyen estas palabras algo así como la historia viva de cada una de las familias y, a través de la familia, de cada hombre?… «Yo ruego por ellos…, por los que tú me diste; porque son tuyos» (Jn 17, 9).