
En 1917, en el momento de las apariciones, Fátima era una ciudad desconocida de 2.500 habitantes, situada a 800 metros de altura y a 130 kilómetros al norte de Lisboa, casi en el centro de Portugal. Hoy Fátima es famosa en todo el mundo y su santuario lo visitan innumerables devotos.
Allí, la Virgen se manifestó a niños de corta edad: Lucía, de diez años, Francisco, su primo, de nueve años, un jovencito tranquilo y reflexivo, y Jacinta, hermana menor de Francisco, muy vivaz y afectuosa. Tres niños campesinos muy normales, que no sabían ni leer ni escribir, acostumbrados a llevar a pastar a las ovejas todos los días. Niños buenos, equilibrados, serenos, valientes, con familias atentas y premurosas.
Los tres habían recibido en casa una primera instrucción religiosa, pero sólo Lucía había hecho ya la primera comunión.
Las apariciones estuvieron precedidas por un «preludio angélico»: un episodio amable, ciertamente destinado a preparar a los pequeños para lo que vendría.
Lucía misma, en el libro Lucia racconta Fátima (Editrice Queriniana, Brescia 1977 y 1987) relató el orden de los hechos, que al comienzo sólo la tuvieron a ella como testigo. Era la primavera de 1915, dos años antes de las apariciones, y Lucía estaba en el campo junto a tres amigas. Y esta fue la primera manifestación del ángel:
Sería más o menos mediodía, cuando estábamos tomando la merienda. Luego, invité a mis compañeras a recitar conmigo el rosario, cosa que aceptaron gustosas. Habíamos apenas comenzado, cuando vimos ante nosotros, como suspendida en el aire, sobre el bosque, una figura, como una estatua de nieve, que los rayos del sol hacían un poco transparente. «¿Qué es eso?», preguntaron mis compañeras, un poco atemorizadas. «No lo sé». Continuamos nuestra oración, siempre con los ojos fijos en aquella figura, que desapareció justo cuando terminábamos (ibíd., p. 45).
El hecho se repitió tres veces, siempre, más o menos, en los mismos términos, entre 1915 y 1916.
Llegó 1917, y Francisco y Jacinta obtuvieron de sus padres el permiso de llevar también ellos ovejas a pastar; así cada mañana los tres primos se encontraban con su pequeño rebaño y pasaban el día juntos en campo abierto. Una mañana fueron sorprendidos por una ligera lluvia, y para no mojarse se refugiaron en una gruta que se encontraba en medio de un olivar. Allí comieron, recitaron el rosario y se quedaron a jugar hasta que salió de nuevo el sol. Con las palabras de Lucía, los hechos sucedieron así:
… Entonces un viento fuerte sacudió los árboles y nos hizo levantar los ojos… Vimos entonces que sobre el olivar venía hacia nosotros aquella figura de la que ya he hablado. Jacinta y Francisco no la habían visto nunca y yo no les había hablado de ella. A medida que se acercaba, podíamos ver sus rasgos: era un joven de catorce o quince años, más blanco que si fuera de nieve, el sol lo hacía transparente como de cristal, y era de una gran belleza. Al llegar junto a nosotros dijo: «No tengan miedo. Soy el ángel de la paz. Oren conmigo». Y arrodillado en la tierra, inclinó la cabeza hasta el suelo y nos hizo repetir tres veces estas palabras: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman». Luego, levantándose, dijo: «Oren así. Los corazones de Jesús y María están atentos a la voz de sus súplicas». Sus palabras se grabaron de tal manera en nuestro espíritu, que jamás las olvidamos y, desde entonces, pasábamos largos períodos de tiempo prosternados, repitiéndolas hasta el cansancio (ibíd, p. 47).
En el prefacio al libro de Lucía, el padre Antonio María Martins anota con mucha razón que la oración del ángel «es de una densidad teológica tal» que no pudo haber sido inventada por unos niños carentes de instrucción. «Ha sido ciertamente enseñada por un mensajero del Altísimo», continúa el estudioso. «Expresa actos de fe, adoración, esperanza y amor a Dios Uno y Trino».
Durante el verano el ángel se presentó una vez más a los niños, invitándolos a ofrecer sacrificios al Señor por la conversión de los pecadores y explicándoles que era el ángel custodio de su patria, Portugal.
Pasó el tiempo y los tres niños fueron de nuevo a orar a la gruta donde por primera vez habían visto al ángel. De rodillas, con la cara hacia la tierra, los pequeños repiten la oración que se les enseñó, cuando sucede algo que llama su atención: una luz desconocida brilla sobre ellos. Lucía lo cuenta así:
Nos levantamos para ver qué sucedía, y vimos al ángel, que tenía en la mano izquierda un cáliz, sobre el que estaba suspendida la hostia, de la que caían algunas gotas de sangre adentro del cáliz.
El ángel dejó suspendido el cáliz en el aire, se acercó a nosotros y nos hizo repetir tres veces: «Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te ofrezco el preciosísimo cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo…». Luego se levantó, tomó en sus manos el cáliz y la hostia; me dio la hostia santa y el cáliz lo repartió entre Jacinta y Francisco… (ibíd., p. 48).
El ángel no volvió más: su tarea había sido evidentemente la de preparar a los niños para los hechos grandiosos que les esperaban y que tuvieron inicio en la primavera de 1917, cuarto año de la guerra, que vio también la revolución bolchevique.
El 13 de mayo era domingo anterior a la Ascensión. Lucía, Jacinta y Francisco habían ido con sus padres a misa, luego habían reunido sus ovejas y se habían dirigido a Cova da Iria, un pequeño valle a casi tres kilómetros de Fátima, donde los padres de Lucía tenían un cortijo con algunas encinas y olivos.
Aquí, mientras jugaban, fueron asustados por un rayo que surcó el cielo azul: temiendo que estallara un temporal, decidieron volver, pero en el camino de regreso, otro rayo los sorprendió, aún más fulgurante que el primero. Dijo Lucía:
A los pocos pasos, vimos sobre una encina a una Señora, toda vestida de blanco, más brillante que el sol, que irradiaba una luz más clara e intensa que la de un vaso de cristal lleno de agua cristalina, atravesada por los rayos del sol más ardiente. Sorprendidos por la aparición, nos detuvimos. Estábamos tan cerca que nos vimos dentro de la luz que la rodeaba o que ella difundía. Tal vez a un metro o medio de distancia, más o menos… (ibíd., p. 118).
La Señora habló con voz amable y pidió a los niños que no tuvieran miedo, porque no les haría ningún daño. Luego los invitó a venir al mismo sitio durante seis meses consecutivos, el día 13 a la misma hora, y antes de desaparecer elevándose hacia Oriente añadió: «Reciten la corona todos los días para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra».
Los tres habían visto a la Señora, pero sólo Lucía había hablado con ella; Jacinta había escuchado todo, pero Francisco había oído sólo la voz de Lucía.
Lucía precisó después que las apariciones de la Virgen no infundían miedo o temor, sino sólo «sorpresa»: se habían asustado más con la visión del ángel.
En casa, naturalmente, no les creyeron y, al contrario, fueron tomados por mentirosos; así que prefirieron no hablar más de lo que habían visto y esperaron con ansia, pero con el corazón lleno de alegría, que llegara el 13 de junio.
Ese día los pequeños llegaron a la encina acompañados de una cincuentena de curiosos. La aparición se repitió y la Señora renovó la invitación a volver al mes siguiente y a orar mucho. Les anunció que se llevaría pronto al cielo a Jacinta y Francisco, mientras Lucía se quedaría para hacer conocer y amar su Corazón Inmaculado. A Lucía, que le preguntaba si de verdad se quedaría sola, la Virgen respondió: «No te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Corazón Inmaculado será tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios». Luego escribió Lucía en su libro:
En el instante en que dijo estas últimas palabras, abrió las manos y nos comunicó el reflejo de aquella luz inmensa. En ella nos veíamos como inmersos en Dios. Jacinta y Francisco parecían estar en la parte de la luz que se elevaba al cielo y yo en la que se difundía sobre la tierra. En la palma de la mano derecha de la Virgen había un corazón rodeado de espinas, que parecían clavarse en él. Comprendimos que era el Corazón Inmaculado de María, ultrajado por los pecados de la humanidad, y que pedía reparación (ibíd., p. 121).
Cuando la Virgen desapareció hacia Oriente, todos los presentes notaron que las hojas de las encinas se habían doblado en esa dirección; también habían visto el reflejo de la luz que irradiaba la Virgen sobre el rostro de los videntes y cómo los transfiguraba.
El hecho no pudo ser ignorado: en el pueblo no se hablaba de otra cosa, naturalmente, con una mezcla de maravilla e incredulidad.
La mañana del 13 de julio, cuando los tres niños llegaron a Cova da Iria, encontraron que los esperaban al menos dos mil personas. La Virgen se apareció a mediodía y repitió su invitación a la penitencia y a la oración. Solicitada por sus padres, Lucía tuvo el valor de preguntarle a la Señora quién era; y se atrevió a pedirle que hiciera un milagro que todos pudieran ver. Y la Señora prometió que en octubre diría quién era y lo que quería y añadió que haría un milagro que todos pudieran ver y que los haría creer.
Antes de alejarse, la Virgen mostró a los niños los horrores del infierno (esto, sin embargo, se supo muchos años después, en 1941, cuando Lucía, por orden de sus superiores escribió las memorias recogidas en el libro ya citado. En ese momento, Lucía y sus primos no hablaron de esta visión en cuanto hacía parte de los secretos confiados a ellos por la Virgen, cuya tercera parte aún se ignora) y dijo que la guerra estaba por terminar, pero que si los hombres no llegaban a ofender a Dios, bajo el pontificado de Pío XII estallaría una peor.
Cuando vean una noche iluminada por una luz desconocida, sabrán que es el gran signo que Dios les da de que está por castigar al mundo a causa de sus crímenes, por medio de la guerra, del hambre y de la persecución a la Iglesia y al Santo Padre. Para impedirla, quiero pedirles la consagración de Rusia a mi Corazón Inmaculado y la comunión reparadora los primeros sábados. Si cumplen mi petición, Rusia se convertirá y vendrá la paz. Si no, se difundirán en el mundo sus horrores, provocando guerras y persecuciones a la Iglesia… Al final, mi Corazón Inmaculado triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia, que se convertirá, y se le concederá al mundo un período de paz… (ibíd., p. 122).
Después de esta aparición, Lucía fue interrogada de modo muy severo por el alcalde, pero no reveló a ninguno los secretos confiados por la Virgen.
El 13 de agosto, la multitud en Cova era innumerable: los niños, sin embargo, no llegaron. A mediodía en punto, sobre la encina, todos pudieron ver el relámpago y la pequeña nube luminosa. ¡La Virgen no había faltado a su cita! ¿Qué había sucedido? Los tres pastorcitos habían sido retenidos lejos del lugar de las apariciones por el alcalde, que con el pretexto de acercarlos en auto, los había llevado a otro lado, a la casa comunal, y los había amenazado con tenerlos prisioneros si no le revelaban el secreto. Ellos callaron, y permanecieron encerrados. Al día siguiente hubo un interrogatorio con todas las de la ley, y con otras amenazas, pero todo fue inútil, los niños no abandonaron su silencio.
Finalmente liberados, los tres pequeños fueron con sus ovejas a Cova da Iria el 19 de agosto, cuando, de repente, la luz del día disminuyó, oyeron el relámpago y la Virgen apareció: pidió a los niños que recitaran el rosario y se sacrificaran para redimir a los pecadores. Pidió también que se construyera una capilla en el lugar.
Los tres pequeños videntes, profundamente golpeados por la aparición de la Virgen, cambiaron gradualmente de carácter: no más juegos, sino oración y ayuno. Además, para ofrecer un sacrificio al Señor se prepararon con un cordel tres cilicios rudimentarios, que llevaban debajo de los vestidos y los hacían sufrir mucho. Pero estaban felices, porque ofrecían sus sufrimientos por la conversión de los pecadores.
El 13 de septiembre, Cova estaba atestada de personas arrodilladas en oración: más de veinte mil. A mediodía el sol se veló y la Virgen se apareció acompañada de un globo luminoso: invitó a los niños a orar, a no dormir con los cilicios, y repitió que en octubre se daría un milagro. Todos vieron que una nube cándida cubría a la encina y a los videntes. Luego reapareció el globo y la Virgen desapareció hacia Oriente, acompañada de una lluvia, vista por todos, de pétalos blancos que se desvanecieron antes de tocar tierra. En medio de la enorme emoción general, nadie dudaba que la Virgen en verdad se había aparecido.
El 13 de octubre es el día del anunciado milagro. En el momento de la aparición se llega a un clima de gran tensión. Llueve desde la tarde anterior. Cova da Iria es un enorme charco, pero no obstante miles de personas pernoctan en el campo abierto para asegurar un buen puesto.
Justo al mediodía, la Virgen aparece y pide una vez más una capilla y predice que la guerra terminará pronto. Luego alza las manos, y Lucía siente el impulso de gritar que todos miren al sol. Todos vieron entonces que la lluvia cesó de golpe, las nubes se abrieron y el sol se vio girar vertiginosamente sobre sí mismo proyectando haces de luz de todos los colores y en todas direcciones: una maravillosa danza de luz que se repitió tres veces.
La impresión general, acompañada de enorme estupor y preocupación, era que el sol se había desprendido del cielo y se precipitaba a la tierra. Pero todo vuelve a la normalidad y la gente se da cuenta de que los vestidos, poco antes empapados por el agua, ahora están perfectamente secos. Mientras tanto la Virgen sube lentamente al cielo en la luz solar, y junto a ella los tres pequeños videntes ven a san José con el Niño.
Sigue un enorme entusiasmo: las 60.000 personas presentes en Cova da Iria tienen un ánimo delirante, muchos se quedan a orar hasta bien entrada la noche.
Las apariciones se concluyen y los niños retoman su vida de siempre, a pesar de que son asediados por la curiosidad y el interés de un número siempre mayor de personas: la fama de Fátima se difunde por el mundo.
Entre tanto las predicciones de la Virgen se cumplen: al final de 1918 una epidemia golpea a Fátima y mina el organismo de Francisco y Jacinta. Francisco muere santamente en abril del año siguiente como consecuencia del mal, y Jacinta en 1920, después de muchos sufrimientos y de una dolorosísima operación.
En 1921, Lucía entra en un convento y en 1928 pronuncia los votos. Será sor María Lucía de Jesús.
Se sabe que, luego de concluir el ciclo de Fátima, Lucía tuvo otras apariciones de la Virgen (en 1923, 1925 y 1929), que le pidió la devoción de los primeros sábados y la consagración de Rusia.
En Fátima las peticiones de la Virgen han sido atendidas: ya en 1919 fue erigida por el pueblo una primera modesta capilla. En 1922 se abrió el proceso canónico de las apariciones y el 13 de octubre de 1930 se hizo pública la sentencia de los juicios encargados de valorar los hechos: «Las manifestaciones ocurridas en Cova da Iria son dignas de fe y, en consecuencia, se permite el culto público a la Virgen de Fátima».
También los papas, de Pío XII a Juan Pablo II, estimaron mucho a Fátima y su mensaje. Movido por una carta de sor Lucía, Pío XII consagraba el mundo al Corazón Inmaculado de María el 31 de octubre de 1942. Pablo VI hizo referencia explícita a Fátima con ocasión de la clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II. Juan Pablo II fue personalmente a Fátima el 12 de mayo de 1982: en su discurso agradeció a la Madre de Dios por su protección justamente un año antes, cuando se atentó contra su vida en la plaza de San Pedro.
Con el tiempo, se han construido en Fátima una grandiosa basílica, un hospital y una casa para ejercicios espirituales. Junto a Lourdes, Fátima es uno de los santuarios marianos más importantes y visitados del mundo.
San Garikoitz
Miguel Garikoitz nació en Ibarre, villorrio del país vasco-francés, el 15 de abril de 1797. La Revolución Francesa estaba en su apogeo. La religión era perseguida. Los sacerdotes escaseaban y tenían que actuar en la clandestinidad. Ello explica que, con ser sus padres excelentes cristianos, tuviera Miguel seis meses cuando recibió el santo bautismo. Por cierto que, al sentir correr sobre su frente el agua bautismal, la criatura, en un arrebato de cólera, arrancó una hoja del ritual. Reacción instintiva de su temperamento de cántabro, fogoso y violento.
Otras tendrá en su niñez menos inconscientes. Con la misma mano robará un paquete de agujas a un baratillero y le arrebatará a su hermanito una hermosa manzana; en otra ocasión sus puños le servirán de arma terrible, y nada menos que contra el maestro del barrio; éste era partidario de «la letra con sangre entra». Un día los alumnos se confabulan, Miguel los capitanea: el plan era caer todos a la vez sobre el dómine, a última hora los demás se zafan y dejan solo a Miguel; nuestro héroe no retrocede; se abalanza sobre la víctima y venga cumplidamente a sus compañeros.
Por lo demás, Miguel era un buen muchacho. Pero esas intemperancias encerraban su peligro; había que cortarlas. Afortunadamente tenía a su lado una madre que, para corregirlo, le llevaba a la cocina y, enseñándole las llamas voraces del hogar, le decía: «Mira, Miguel: en un fuego mucho más terrible serán castigados los niños que roban y abusan de su fuerza». Miguel escarmentó. Más tarde llegaría a decir: «Sin mi santa madre reconozco que hubiera terminado por ser un malvado». Sin su madre y sin la gracia de Dios, que le trabajaba a fondo y le iba modelando un alma grande, un alma eucarística y sacerdotal.
Recibió la primera comunión a los catorce años; pero para los tiempos que corrían, muy marcados de resabios jansenistas, fue una comunión precoz, y, para Miguel, una nueva victoria, ganada a fuerza de piedad y de formación religiosa.
La batalla por el sacerdocio sería más dura aún. La pobreza de sus padres, impotentes para costearle los estudios, Miguel la venció alternando las clases con el servicio doméstico, primero en la rectoría de Saint Palais, más adelante en el palacio episcopal de Bayona. y, siempre, robando horas a la noche para estudiar. Sudó, se quemó las cejas, pero pudo con la maraña de la frase latina y pronto alcanzó a los seminaristas más aventajados. Y, en el trasfondo de su ascensión al altar, su lucha heroica por la santidad. El testimonio de sus condiscípulos es explícito. «Miguel —dice uno— no es un santo por hacer: es un santo hecho y derecho.» «Para todos nosotros —añade otro— Miguel era nuestro San Luis Gonzaga”.
El 20 de diciembre de 1823 Miguel se ordenaba de sacerdote. Su primer destino, coadjutor, en Cambó, de un párroco anciano y tullido, esto es, coadjutor en funciones de párroco, pero sin la categoría de tal. La situación ideal para el celo y la humildad de Garikoitz. En seguida pone manos a la obra. Habla desde el púlpito y en el confesonario; pero de forma que su dirección espiritual se integre en su predicación. Un ejemplo de su táctica: se guarda muy bien de fulminar desde el púlpito contra el abuso inveterado del baile; se contenta con prevenir contra los peligros próximos de pecado, y, en el confesonario, ataca el mal con las razones directas que las conciencias exigen. Catequiza a los niños, asiste a los enfermos, y, si es preciso, sale precipitadamente de la iglesia, revestido de sobrepelliz, monta a caballo y se lanza como una exhalación, barranco abajo, en auxilio de un accidentado.
Su celo le inspira intuiciones audaces y proféticas; fomenta la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, impulsa las almas a la comunión frecuente, así lucha contra la frialdad del jansenismo. Pero no es éste el único enemigo. Hay en la parroquia cierto librepensador de tipo volteriano que, solapadamente, se entrega a una Iabor de zapa y pretende desacreditar la religión. Miguel Garikoitz estudia el caso, reza, se macera, prepara su requisitoria y acude, en secreto, a la guarida del lobo vestido con pieles de cordero, lo desenmascara y… lo convierte. Hubo quien trató de malquistar al párroco con su coadjutor, tachando a éste de prepotente. No cabía especie más burda. Todas las mañanas Miguel acompañaba al venerable anciano a la iglesia y le ayudaba con la fuerza de sus brazos a subir las gradas del altar.
Va a comenzar el curso 1825-1826 en el Seminario Mayor de Betharram. Al lado del superior hace falta un prefecto de estudios y un director espiritual. El señor obispo no vacila. El abate Garikoitz es el hombre de las situaciones delicadas. Ya lo tenemos en Betharram con toda la carga abrumadora de la responsabilidad, pero, una vez más, sin el cargo. Miguel está en su elemento. Como por arte de magia, la obra recibe empuje y altura. Los seminaristas estudian, aprenden, se forman, se santifican.
Es que el nuevo prefecto exhorta, censura, orienta; pero, sobre todo, vive su vida sacerdotal con una convicción y una ejemplaridad que arrastran. En esto muere el superior. Garikoitz, a fuerza de obedecer, ha aprendido a mandar. El obispo le nombra rector. A los pocos meses surge una situación nueva. El filosofado es trasladado a Bayona; el nuevo rector sigue con los teólogos; uno tras otro, éstos se van ordenando y, a fines de 1833, Miguel queda con un solo compañero de armas, constituido, como él decía, “superior de las cuatro paredes de un vasto edificio». Es la hora de Dios.
De tiempo atrás, a la vista de las necesidad de la Iglesia, viene Miguel acariciando la idea de asociarse unos compañeros y formar con ellos un equipo de misioneros, un «escuadrón volante» dispuesto a acudir, a la menor señal de obispos y párrocos, a cualquier punto donde las almas necesiten su ayuda. No deja de ser extraña esta iniciativa en un hombre que, como se ha visto, gusta de puestos subalternos. Miguel ha sido siempre el hombre de la obediencia. Para que ahora esté madurando el proyecto de fundación de una Comunidad ha tenido que oír en su alma la voz imperiosa del mismo Dios. Así es, en efecto.
En unos ejercicios espirituales de treinta días, practicados en Toulouse, el padre jesuita con quien ha consultado el caso ha sido terminante: «Dios os quiere más que jesuita; seguiréis vuestra primera inspiración; seréis padre de una familia religiosa hermana de la nuestra».
Los treinta años que le quedan de vida Miguel los dedicará a la gestación y alumbramiento de la Congregación de los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús, hija de su alma grande. Esa obra será el signo de su vida, pero será también el drama que revelará la plenitud de su santidad, el heroísmo de su obediencia.
La idea de Miguel era dotar a su Congregación de la solidez y estabilidad de unas reglas canónicas centradas en los tres votos de religión perpetuos y en el refrendo de la correspondiente aprobación de Roma; quería darle los fundamentos de una obra que aspira a perdurar y la libertad de movimientos que necesita el celo de un apóstol. Pero, precisamente, el obispo de Bayona, su superior jerárquico, porque apreciaba en su justo valor la capacidad apostólica del santo de Betharram, porque le amaba como al mejor de sus hijos, lo quería para sí solo, para su diócesis, y veía que, al pasar a depender de Roma, ya no podría manejarlo a su voluntad. Contradicción aparente que Miguel resolvió a lo santo.
Enamorado de la obediencia, no se enfrentó con la autoridad legítima inmediata, no recurrió a Roma; adoptó las Constituciones episcopales, insuficientes para su deseo de perfección, en el rigor de su letra, pero supo extraer de ellas el espíritu que vivifica, lo asimiló y lo infundió en sus hijos, haciendo de ellos unos religiosos de cuerpo entero, dispuestos a las mayores empresas apostólicas.
El trabajo no faltaba. Predicación popular en villas y aldeas; educación de la juventud en colegios y escuelas; redención de la clase obrera en talleres y granjas agrícolas, abrían campo dilatado a misioneros y educadores. Miguel lo dirigía todo, a todas partes acudía, y todo salía bien gracias a sus dotes de organizador: voluntad enérgica y perseverante, juicio recto y certero, sencillez y nobleza de modales, bondad y firmeza en el trato. Pronto echó de ver el prelado que con aquellos hombres de Dios se podía contar. Casualmente buscaba un grupo aguerrido de misioneros que enviar a la República Argentina, donde los vascos emigrados a las riberas del Plata los necesitaban para conservar la fe de sus mayores. Miguel Garikoitz fue requerido. No vaciló. Los suyos tampoco, y allá emigraron también los primeros betharramitas.
Con santa envidia los vio marchar el padre Garikoitz; él tenía que permanecer en Betharram, dedicado a consolidar su obra, a darle, sobre todo, una estructura espiritual que le asegurara una vitalidad robusta a prueba de cualquier contingencia, ya fuera ésa la muerte del fundador. Mientras vive él su santidad se basta para guiar la nave por derrotero seguro; para las generaciones venideras el fundador lega a su familia la luz de sus consignas. No es que San Miguel haya forjado una espiritualidad nueva.
Su doctrina es la clásica que ha hecho a los santos, pero bien se puede decir que ha dejado impreso en ella un sello personal que la caracteriza. Su lema fue la voluntad de Dios; pero Miguel Garikoitz quiere que esta Voluntad Santa se cumpla con aquellas disposiciones que adornaron al Corazón de Jesús y al de su Madre en el misterio de la Encarnación. El Ecce venio del Corazón de Cristo y el Ecce ancilla de María enardecían a Miguel. En esos dos gritos del corazón recogía él la voz auténtica de la obediencia perfecta: Obediencia pronta, generosa; obediencia, sobre todo, de amor; la obediencia que él practicó en grado heroico, pues murió sin ver a su familia espiritual libre de la tutela del obispo.
Por abrumador que fuese el trabajo que le imponían la fundación del nuevo Instituto y la formación de sus hijos, el celo incansable que le devoraba le dio arrestos para consagrarse a la santificación de otras muchas almas. Durante treinta años dedicó varias horas diarias a la dirección espiritual del noviciado que las Hijas de la Cruz tenían a corta distancia de Betharram. En el mismo Betharram su confesonario se veía asediado, su fama de santo atraía lo mismo a los pecadores y descreídos que a las almas virtuosas; a todos acogía con una paciencia y un celo dignos del santo Cura de Ars.
En esa labor oscura y agotadora, no menos que en su copiosa correspondencia, brillaban siempre sus dotes de auténtico maestro de espíritu y, no pocas veces, los carismas de su penetración de conciencias y de su visión profética. Con firmeza y suavidad inculcó a las almas las devociones básicas del cristianismo, la cruz y la Santísima Virgen. ¡Que bien le vino el tener por centro geográfico de su vida sacerdotal el maravilloso paraje de Betharram, antiquísimo santuario dedicado a Nuestra Señora del Bello Ramo, que eso significa Betharram, y, a la vez, venerado Vía Crucis, cuyas estaciones van escalando la sombreada colina que cobija la capilla mariana! ¡Y qué bien trabajó nuestro Santo por la cruz y por María! Su devoción, perfectamente armonizada con un gusto artístico depurado, nos ha legado dos obras maestras del gran artista Renoir: una Madonne de mármol blanco, con el Niño Jesús, que desde su retablo sonríe al peregrino, y los templetes del Calvario, que, cual estuches primorosos, engastan los bajorrelieves patéticos de las escenas de la Pasión.
Miguel acaba de cumplir sesenta y seis años. El trabajo, las austeridades, las pruebas habían ido barrenando su organismo de acero, pero seguía infatigable su labor. Tuvo que venir el Señor a imponerle el descanso. Una madrugada le dio un acceso de tos violenta en extremo. Acuden los padres de la Comunidad, el enfermo se confiesa, recibe la extremaunción y, pronunciando las primeras palabras del Miserere, entrega su alma a Dios. Era el alborear de la Ascensión, 14 de mayo de 1863. Ochenta y cuatro años más tarde el papa Pío XII le inscribió en el Catálogo de los Santos.