Santoral: Santos no ejemplares y San Audomaro de Thérouanne

Santos no ejemplares

La santificación se da en la misteriosa unión de la gracia de Dios y de la libertad humana, pero ambas, gracia y libertad, transcienden en última instancia todo condicionamiento exterior a ellas. Esto significa que la santidad esencial no puede verse limitada por adversas circunstancias psíquicas, corporales o ambientales, pero éstas sí pueden limitar, sin que haya culpa, la íntima experiencia psicológica de la santidad, así como su ejercicio moral en actos concretos.

Sabemos que concretamente en los cristianos, Dios santifica al hombre contando con el concurso de sus facultades mentales. Pero sabemos que Dios también santifica al hombre sin el concurso consciente y activo de sus potencias psicológicas. Así son santificados los niños sin uso de la razón.

Los locos durante su tiempo de alienación mental. Los paganos, pues los que son santificados sin fe-conceptual (no conocen a Cristo), habrán de tener un cierto modo de fe-ultra conceptual, ya que sin la fe no podrían agradar a Dios (Heb. 11, 5-6) Los místicos, cuando al orar o al actuar bajo la intensa acción de los dones del Espíritu Santo, no ejercitan activamente las potencias psicológicas; ellos nos hablan de cómo la fe ha de trascender tanto lo inferior sensitivo como lo racional y superior.

Por otra parte, la distinción real que hay entre el alma y las potencias que de ella fluyen nos ayuda también mucho a comprender estos modos de santificación al margen de las potencias del hombre. En efecto, lo que santifica al hombre es la gracia, pero propiamente la gracia perfecciona la esencia misma del alma, que es distinta de sus potencias psicológicas; éstas, en la santificación, pueden quedar eventualmente incultas, por designio divino.

Este designio de Dios, como decíamos, parece bastante frecuente, pues hay que reconocer que entre los hombres – y también a veces los «cristianos»- el número de niños, locos y paganos  son muy grande. Entre todos éstos la santificación de Dios realizará no pocas veces «santos no ejemplares».   Recordemos también en esto que la santificación cristiana es escatológica: se realizará plenamente en la resurrección.

Pero aquí en la tierra muchas veces el Espíritu Santo habita y santifica realmente a hombres cuya lamentable circunstancia, impide todavía ciertas vivencias psicológicas y ciertas manifestaciones éticas que corresponderían normalmente a la santidad.    Ahora bien, si desde el fondo de su humillación, esos hombres aceptan la cruz de la vergüenza, son santos: las realizaciones psicológicas y morales de la santidad pueden ser en ellos desastrosas, pero son santos.   No son santos «canonizables», por supuesto, ya que la Iglesia sólo canoniza santos ejemplares.

La obra santificante de Dios, en esta vida histórica, produce, pues, dos tipos de santos, según que la gracia actúe sobre naturalezas individuales relativamente sanas o particularmente deterioradas, o más exactamente, según los designios de la Providencia. En palabras de Beirnaert:   « Existen los santos cuyos psiquismos son desfavorecidos y pobres, la multitud de los angustiados, agresivos,  carnales, todos aquellos que arrastran el peso insoportable de los determinismos… Y  junto a ellos existen los santos de feliz psiquismo, los santos castos, fuertes y dulces, los santos modelo, canonizados o canonizables, los santos admirables que provocan la acción de gracias y en quienes vemos a la humanidad transformada por la gracia    ( L. Beirnaert, Experiencia Cristiana y sicología, Barcelona, Estela 1969)

La gracia de Dios, en cada hombre concreto, no sana necesariamente en esta vida todas las enfermedades y atrofias de la naturaleza humana; sana lo que, en los designios de la Providencia, viene requerido para la divina unción. Permite, pues, a veces que perduren en el hombre deificado no pocas deficiencias psicológicas y morales inculpables, que para la persona será una no pequeña humillación y sufrimiento.

Fuente:  José Rivera y José María Irabury; « Espiritualidad Cristiana»; Prólogo de Don Marcelo González Martín, Arzobispo de Toledo, Cardenal Primado de España; Centro de estudios de Teología Espiritual; Madrid 1982 (Pág. 408 a 413)

Oremos

Dios todopoderoso y eterno, que nos concedes celebrar los méritos de todos los santos en una misma solemnidad, te rogamos que, por las súplicas de tan numerosos intercesores, nos concedas en abundancia los dones que te pedimos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. 

 

San Audomaro de Thérouanne, monje y obispo

En el territorio de Théouranne, en Flandes, san Audomaro, que, siendo discípulo de san Eustasio, abad de Luxeuil, fue elegido obispo de los Marinos y renovó allí la fe cristiana.

El nombre de San Audomaro resulta más familiar y conocido en su forma francesa de Omer, ya que en Francia existe la ciudad de Saint-Omer donde estuvo, en tiempos de la persecución religiosa en Inglaterra, el famoso colegio de jesuitas que mantuvo bien provista la misión inglesa1.

 

El lugar de nacimiento de Omer no estaba lejos de la ciudad de Coutances. Todas las preocupaciones de sus padres se concentraron en él, y la educación del joven fue su cuidado primordial. Omer respondió bien a las esperanzas que habían sido puestas en él, progresó rápidamente en los estudios, manifestó su inclinación hacia la vida religiosa y, a la muerte de su madre, ingresó en el monasterio de Luxeuil. San Eustacio, que había sucedido al fundador san Columbano en el gobierno de aquella casa, acogió amablemente al joven y a su padre, que le acompañaba; ambos fueron admitidos y, a su debido tiempo, padre e hijo hicieron juntos su profesión religiosa. La humildad, devoción, obediencia y pureza de costumbres que demostró poseer el joven desde un principio, le distinguieron entre sus hermanos, aun en aquel hogar de santos.

 

Con el correr del tiempo, se supo que Thérouanne, la capital de los morini2, tenía gran necesidad de un pastor celoso y enérgico para que guiara a sus habitantes por el buen camino. Aquella comarca, que comprendía lo que ahora conocemos con el nombre de Pas-de-Calais, se hallaba bajo la égida del vicio y el error, y el rey Dagoberto buscaba afanosamente a una persona bien calificada para restablecer la fe y la práctica de las reglas de moral que predica el Evangelio. San Omer, que hacía veinte años era monje en el convento de Luxeuil, fue señalado como el hombre capaz de desempeñar la ardua tarea y, san Acario, obispo de Noyon y Tournai, se lo recomendó al rey, de manera que, alrededor del año 637, Omer, que se hallaba feliz y contento en su retiro, fue súbitamente obligado a abandonar su soledad. Al recibir la orden, hizo este comentario: «¡Qué enorme diferencia hay entre la segura rada en la que ahora me encuentro anclado y ese mar tempestuoso al que me empujan, contra mi voluntad y sin ninguna experiencia!»

 

La primera tarea de su ministerio pastoral como obispo de Thérouanne fue el restablecimiento de la fe, con toda su pureza, entre los pocos cristianos que encontró y cuya reforma fue un trabajo tan difícil como la conversión de los idólatras. A pesar de los obstáculos, fue inmenso el éxito de sus labores, y se puede afirmar que dejó su diócesis al mismo nivel que las más florecientes de Francia. Sus sermones, llenos de fogosa elocuencia, eran irresistibles, pero su vida ejemplar era una prédica todavía más poderosa, puesto que alentaba a los demás a prodigarse para dar de comer a los pobres, consolar a los enfermos, reconciliar a los enemigos y servir a todos, sin otro interés que el de su salvación y la mayor gloria de Dios. Ése era el carácter del santo obispo y de todos los que trabajaban bajo su dirección. Entre sus principales colaboradores figuraban Mumolino, Beltrán y san Bertino, tres monjes a los que san Omer sacó de Luxeuil para que le ayudasen. Junto con ellos, san Omer fundó el monasterio de Sithiu, que llegó a ser uno de los grandes seminarios de Francia. Las biografías de san Omer relatan una serie de milagros no muy convincentes que se le atribuyen. Durante sus últimos años de vida, estuvo ciego, pero aquella aflicción no le causó ningún abatimiento ni disminuyó su preocupación pastoral por su grey. Otro de sus biógrafos dice que, cuando san Auberto, obispo de Arras, trasladó las reliquias de san Vedast al monasterio que había construido en su honor, san Omer estaba presente y, en aquella ocasión, recuperó la vista durante algún tiempo. Es probable que san Omer muriese poco después del año 670.

 

  • Luciano Gonzalez

    Locutor- Productor- Editor

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