San Wolfgango de Ratisbona
En Ratisbona, en el territorio de Baviera, san Wolfgango, obispo, que, después de ser maestro de escuela y haber profesado como monje, fue elevado a la sede episcopal, desde donde reinstauró la disciplina del clero, y mientras visitaba la región de Pupping descansó en el Señor.
San Wolfgang, que pertenecía a una familia suaba, nació hacia el año 930. Sus padres le enviaron muy joven a la abadía de Reichenau, en una isla del Lago de Constanza, que era entonces un floreciente centro del saber. Allí se hizo amigo de un joven de la nobleza, llamado Enrique, hermano de Poppón, el obispo de Wurzburg. Este útlimo había fundado una escuela en su ciudad episcopal, y Enrique convenció a Wolfgang de que se trasladase con él a dicha escuela. La inteligencia de que dio muestras el joven suabo, despertó entre sus compañeros la admiración y la envidia. El año 956, Enrique fue elegido arzobispo de Tréveris. Se llevó a Wolfgang a su arquidiócesis y le nombró profesor en la escuela de su catedral. En Tréveris Wolfgang cayó bajo la influencia de un monje muy dinámico, llamado Ramuoldo, y secundó con gran entusiasmo los esfuerzos de Enrique por promover la religión en la arquidiócesis. Enrique murió el año 964. Wolfgang se hizo entonces benedictino en un monasterio de Einsiedeln, cuyo abad era un inglés llamado Gregorio. El abad cayó pronto en la cuenta de que las cualidades de Wolfgang eran todavía mayores que su fama y le nombró director de la escuela del monasterio. San Ulrico, obispo de Augsburgo, le confirió la ordenación sacerdotal. Ello despertó el celo misionero de Wolfgang, quien partió a evangelizar a los magiares de Panonia. La empresa no tuvo el éxito que merecía. Por entonces, el emperador Otón II se enteró de que el santo era una persona idónea para ocupar la sede de Regensburg (Ratisbona), que estaba vacante. Inmediatamente le mandó llamar a Frankfurt y le confirió el beneficio temporal, por más que Wolfgang le rogó que le dejase volver a su monasterio. La consagración episcopal tuvo lugar en Regensburg, en la Navidad del año 972.
San Wolfgang no abandonó jamás el hábito monacal y en la práctica de su ministerio episcopal mantuvo las austeridades de la vida conventual. Lo primero que hizo, una vez que se estableció en su diócesis, fue emprender la reforma del clero y de los monasterios, especialmente de dos conventos de monjas poco edificantes. Una de las principales rentas de la sede procedía de la abadía de San Emmeram de Regensburg. Hasta entonces había dependido del obispo, y los resultados habían sido tan malos como en otros casos análogos. Wolfgang le devolvió la autonomía y confió su gobierno a Ramuoldo, a quien mandó llamar de Tréveris. El santo era incansable en la predicación, y su intenso espíritu de oración confería una eficacia especial a su palabra. Cumplió con gran fidelidad y vigilancia todas sus obligaciones episcopales durante los veintidós años que ocupó la sede. Se refieren varios milagros obrados por él y su generosidad con los pobres llegó a ser proverbial. En una ocasión en que escaseaba el vino, ciertos sacerdotes ignorantes empezaron a emplear agua en vez de vino en la misa; naturalmente, eso horrorizó al santo obispo, quien distribuyó el vino de su propia bodega por toda la diócesis.
Durante algún tiempo, san Wolfgang abandonó el gobierno de su diócesis y se retiró a la soledad; pero unos cazadores descubrieron su retiro y le obligaron a volver a Regensburg. Como quiera que fuese, la vocación monacal del santo no le impidió cumplir con sus obligaciones seculares, ya que asistió a varias dietas imperiales y acompañó al emperador en una campaña a Francia. San Wolfgang cedió una parte de Bohemia, que pertenecía a su diócesis, para que se fundase una nueva, cuya sede se estableció en Praga. El duque Enrique de Baviera tenía gran veneración por el santo y le confió la educación de su hijo Enrique, quien fue más tarde emperador y santo canonizado. En el curso de un viaje por el Danubio, rumbo a Austria, San Wolfgang cayó enfermo y falleció en la pequeña población de Puppingen, no lejos de Linz. Fue canonizado en 1052. Su fiesta se celebra en muchas diócesis de Europa Central y en las casas de los canónigos regulares de Letrán, ya que San Wolfgang restableció entre su clero la vida canonical.
Biografía de Wolfgang, escrita por Othlo en Acta Sanctorum, nov., vol. II, pte. I. Otto Háfner con el título de Der hl. Wolfgang, ein Stern des X. Jahrhunderts (1930); también el estudio arqueológico de J. A. Endres, Beiträge zur Kunst und Kulturgeschichte des mittelalterlichen Regensburgs.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Dios todopoderoso y eterno, que nos concedes celebrar los méritos de todos los santos en una misma solemnidad, te rogamos que, por las súplicas de tan numerosos intercesores, nos concedas en abundancia los dones que te pedimos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
Beata Echegaray
La sierva de Dios Sor Catalina Irigoyen Echegaray, que pasó los 37 últimos años de su vida en Madrid en la congregación de las Siervas de María, ministras de los enfermos, que había fundado una madrileña, Santa María Soledad Torres Acosta, para dedicarse a la atención de los enfermos en sus propios domicilios.
Fue en el seno de una familia de Pamplona donde Sor Catalina vio la luz. Al día siguiente de nacer recibió el bautismo en la Catedral de Pamplona y desde entonces no dejó de recibir abundantes gracias de Dios. A la esmerada educación cristiana de su familia se añadió la del colegio de las Madres dominicas. A los 12 años hizo su primera comunión y este primer encuentro con Cristo marcó su vida con un amor profundo a la Eucaristía que será el fundamento de su amor y entrega a los demás. Cuando cumplió los 13 años entró en la Asociación de Hijas de María, de la que llegaría a ser presidenta. La devoción a la Virgen y el deseo de imitarla la llevaría a practicar la caridad visitando y ayudando a los enfermos, tanto a los de su propia casa, una vez fallecidos sus padres, como a los que estaban en el hospital. En su misma casa organizó con otras jóvenes un taller para confeccionar ropa a favor de los pobres y necesitados. El 31 de diciembre de 1881 ingresa en Pamplona en la congregación de las Siervas de María, que habían abierto una residencia tres años antes. En el carisma de Santa Soledad Torres Acosta encuentra el camino para consagrarse totalmente a Dios. Meses más tarde, inicia en Madrid su etapa de noviciado que concluiría en la Profesión Perpetua el 15 de Julio de 1889. Nunca abandonaría Madrid, donde murió, a causa de una tuberculosis ósea, en la casa madre de la Fundación el 10 de Octubre de 1918”.
Su vida fue un testimonio sencillo y humilde de adoración a Dios y servicio a los enfermos. Su entrega infatigable a los enfermos y familias necesitadas, especialmente en varias epidemias de cólera, viruela y tifus, dispuesta siempre a sacrificarse por los demás y confortar espiritual y materialmente a los necesitados, hizo que mucha gente pidiera su presencia para aliviar sus sufrimientos. Dentro de la misma comunidad, sirvió con sencillez en servicios humildes sin rechazar nada de lo que se le pidiese. Al caer enferma, se entregó generosamente en las manos del Señor y mantuvo la paz y la alegría de imitar a Jesús como solía decir. En ella encontró el Señor un alma entregada a dejarse hacer por la gracia y culminar su vida unida al mismo Cristo doliente al que ella había servido en los enfermos.
La Iglesia en Madrid se alegra con el testimonio de esta religiosa navarra, madrileña de adopción. Para nuestra Comunidad Diocesana, este acontecimiento es una llamada a vivir la santidad que hemos recibido en el bautismo.
La vida de la nueva beata muestra que el camino del servicio a los demás, cumpliendo la obra de misericordia que Cristo nos recordó en sus palabras −«Estuve enfermo y me visitasteis»− es un camino seguro para practicar la caridad que es el núcleo de la santidad. Este camino es posible y llevadero si transitamos por él con la ayuda de la oración diaria, la eucaristía, la devoción a la Virgen y el olvido de sí mismo. Es el camino de la fe que se arraiga en nuestros corazones y nos edifica en la persona de Cristo. El camino que ensancha nuestro corazón para compadecer con los que más sufren”.
Gracias a Dios por la nueva beata, acción de gracias que va unida a la que la Iglesia diocesana de Madrid dirige a la congregación de las Siervas de María, que, con tanta solicitud, se entregan al cuidado de los enfermos y donde la nueva beata halló el camino seguro hacia la santidad. Que Dios bendiga a la congregación con muchas y santas vocaciones para que el hombre doliente pueda encontrar siempre a su lado, en su enfermedad o ancianidad, la mano compasiva de Cristo que ha venido a compartir nuestra soledad, a curar nuestra dolencias y a santificar nuestros sufrimientos.
Cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio Mª Rouco Varela






