Santoral: San Ireneo de Lyon, obispo y San Pablo I, papa

San Ireneo de Lyon, obispo

Memoria de san Ireneo, obispo, que, como atestigua san Jerónimo, de niño fue discípulo de san Policarpo de Esmirna y custodió con fidelidad la memoria de los tiempos apostólicos. Ordenado presbítero en Lyon, fue el sucesor del obispo san Potino y, según cuenta la tradición, murió coronado por un glorioso martirio. Debatió en muchas ocasiones acerca del respeto a la tradición apostólica y, en defensa de la fe católica, publicó un célebre tratado contra la herejía.

Las obras literarias de san Ireneo le han valido la dignidad de figurar prominentemente entre los Padres de la Iglesia, ya que sus escritos no sólo sirvieron para poner los cimientos de la teología cristiana, sino también para exponer y refutar los errores de los gnósticos y salvar así a la fe católica del grave peligro que corrió de contaminarse y corromperse por las insidiosas doctrinas de aquellos herejes.

Nada se sabe sobre su familia. Probablemente nació alrededor del año 135, en alguna de aquellas provincias marítimas del Asia Menor, donde todavía se conservaba con cariño el recuerdo de los Apóstoles entre los numerosos cristianos. Sin duda que recibió una educación muy esmerada y liberal, ya que sumaba a sus profundos conocimientos de las Sagradas Escrituras, una completa familiaridad con la literatura y la filosofía de los griegos. Tuvo además, el inestimable privilegio de sentarse entre algunos de los hombres que habían conocido a los Apóstoles y a sus primeros discípulos, para escuchar sus pláticas. Entre éstos, figuraba san Policarpo, quien ejerció una gran influencia en la vida de Ireneo. Por cierto, que fue tan profunda la impresión que en éste produjo el santo obispo de Esmirna que, muchos años después, como confesaba a un amigo, podía describir con lujo de detalles, el aspecto de san Policarpo, las inflexiones de su voz y cada una de las palabras que pronunciaba para relatar sus entrevistas con san Juan, el Evangelista, y otros que conocieron al Señor, o para exponer la doctrina que habían aprendido de ellos. San Gregorio de Tours afirma que fue san Policarpo quien envió a Ireneo como misionero a las Galias, pero no hay pruebas para sostener esa afirmación.

Desde tiempos muy remotos, existían las relaciones comerciales entre los puertos del Asia Menor y el de Marsella y, en el siglo segundo de nuestra era, los traficantes levantinos transportaban regularmente las mercancías por el Ródano arriba, hasta la ciudad de Lyon que, en consecuencia, se convirtió en el principal mercado de Europa occidental y en la villa más populosa de las Galias. Junto con los mercaderes asiáticos, muchos de los cuales se establecieron en Lyon, venían sus sacerdotes y misioneros que portaron la palabra del Evangelio a los galos paganos y fundaron una vigorosa iglesia local. A aquella iglesia llegó san Ireneo para servirla como sacerdote, bajo la jurisdicción de su primer obispo, san Potino, que también era oriental, y ahí se quedó hasta su muerte. La buena opinión que tenían sobre él sus hermanos en religión, se puso en evidencia el año de 177, cuando se le despachó a Roma con una delicadísima misión. Fue después del estallido de la terrible persecución de Marco Aurelio, cuando ya muchos de los jefes del cristianismo en Lyon se hallaban prisioneros. Su cautiverio, por otra parte, no les impidió mantener su interés por los fieles cristianos del Asia Menor. Conscientes de la simpatía y la admiración que despertaba entre la cristiandad su situación de confesores en inminente peligro de muerte, enviaron al papa san Eleuterio, por conducto de Ireneo, «la más piadosa y ortodoxa de las cartas», con una apelación al Pontífice «en nombre de la unidad y de la paz de la Iglesia», para que tratase con suavidad a los hermanos montanistas de Frigia. Asimismo, recomendaban al portador de la misiva, es decir, a Ireneo, como a un sacerdote «animado por un celo vehemente para dar testimonio de Cristo» y un amante de la paz, como lo indicaba su nombre (efectivamente, «ireneo» significa «pacífico»).

El cumplimiento de aquel encargo, que lo ausentaba de Lyon, explica por qué Ireneo no fue llamado a compartir el martirio de san Potino y sus compañeros y ni siquiera lo presenció. No sabemos cuánto tiempo permaneció en Roma, pero tan pronto como regresó a Lyon, ocupó la sede episcopal que había dejado vacante san Potino. Ya por entonces había terminado la persecución y los veinte o más años de su episcopado fueron de relativa paz. Las informaciones sobre sus actividades son escasas, pero es evidente que, además de sus deberes puramente pastorales, trabajó intensamente en la evangelización de su comarca y las adyacentes. Al parecer, fue él quien envió a los santos Félix, Fortunato y Aquileo, como misioneros a Valence, y a los santos Ferrucio y Ferreolo, a Besançon. Para indicar hasta qué punto se había identificado con su rebaño, basta con decir que hablaba corrientemente el celta en vez del griego, que era su lengua madre.

La propagación del gnosticismo en las Galias y el daño que causaba en las filas del cristianismo, inspiraron en el obispo Ireneo el anhelo de exponer los errores de esa doctrina para combatirla. Comenzó por estudiar sus dogmas, lo que ya de por sí era una tarea muy difícil, puesto que cada uno de los gnósticos parecía sentirse inclinado a introducir nuevas versiones propias en la doctrina. Afortunadamente, san Ireneo era «un investigador minucioso e infatigable en todos los campos del saber», como nos dice Tertuliano, y, por consiguiente, salvó aquel escollo sin mayores tropiezos y hasta con cierto gusto. Una vez empapado en las ideas del adversario, se puso a escribir un tratado en cinco libros, en cuya primera parte expuso completamente las doctrinas internas de las diversas sectas para contradecirlas después con las enseñanzas de los Apóstoles y los textos de las Sagradas Escrituras.

Hay un buen ejemplo sobre el método de combate que siguió, en la parte donde trata el punto doctrinal de los gnósticos de que el mundo visible fue creado, conservado y gobernado por seres angelicales y no por Dios, quien seguirá eternamente desligado del mundo, superior, indiferente y sin participación alguna en las actividades del Pleroma (el mundo espiritual invisible). Ireneo expone la teoría, la desarrolla hasta llegar a su conclusión lógica y, por medio de una eficaz «reductio ad absurdum», procede a demostrar su falsedad. Ireneo expresa la verdadera doctrina cristiana sobre la estrecha relación entre Dios y el mundo que Él creó, en los siguientes términos: «El Padre está por encima de todo y Él es la cabeza de Cristo; pero a través del Verbo se hicieron todas las cosas y Él mismo es el jefe de la Iglesia, en tanto que Su Espíritu se halla en todos nosotros; es Él esa agua viva que el Señor da a los que creen en Él y le aman porque saben que hay un Padre por encima de todas las cosas, a través de todas las cosas y en todas las cosas».

Ireneo se preocupa más por convertir que por confundir y, por lo tanto, escribe con estudiada moderación y cortesía, pero de vez en cuando, se le escapan comentarios humorísticos. Al referirse, por ejemplo, a la actitud de los recién «iniciados» en el gnosticismo, dice: «Tan pronto como un hombre se deja atrapar en sus «caminos de salvación», se da tanta importancia y se hincha de vanidad a tal extremo, que ya no se imagina estar en el cielo o en la tierra, sino haber pasado a las regiones del Pleroma y, con el porte majestuoso de un gallo, se pavonea ante nosotros, como si acabase de abrazar a su ángel». Ireneo estaba firmemente convencido de que gran parte del atractivo del gnosticismo, se hallaba en el velo de misterio con que gustaba de envolverse y, de hecho, había tomado la determinación de «desenmascarar a la zorra», como él mismo lo dice, Y por cierto que lo consiguió: sus obras, escritas en griego, pero traducidas al latín casi en seguida, circularon ampliamente y no tardaron en asestar el golpe de muerte a los gnósticos del siglo segundo. Por lo menos, de entonces en adelante, dejaron de constituir una seria amenaza para la Iglesia y la fe católicas.

Trece o catorce años después de haber viajado a Roma con la carta para el papa Eleuterio, fue de nuevo Ireneo el mediador entre un grupo de cristianos del Asia Menor y el Pontífice. En vista de que los cuartodecimanos se negaban a celebrar la Pascua de acuerdo con la costumbre occidental, el papa Víctor III los había excomulgado y, en consecuencia, existía el peligro de un cisma. Ireneo intervino en su favor. En una carta bellamente escrita que dirigió al Papa, le suplicaba que levantase el castigo y señalaba que sus defendidos no eran realmente culpables, sino que se aferraban a una costumbre tradicional y que, una diferencia de opinión sobre el mismo punto, no había impedido que el papa Aniceto y san Policarpo permaneciesen en amable comunión. El resultado de su embajada fue el restablecimiento de las buenas relaciones entre las dos partes y de una paz que no se quebrantó. Después del Concilio de Nicea, en 325, los cuartodecimanos acataron voluntariamente el uso romano, sin ninguna presión por parte de la Santa Sede.

Se desconoce la fecha de la muerte de san Ireneo, aunque por regla general, se establece hacia el año 202. De acuerdo con una tradición posterior, se afirma que fue martirizado, pero no es probable ni hay evidencia alguna sobre el particular. Los restos mortales de san Ireneo, como lo indica Gregorio de Tours, fueron sepultados en una cripta, bajo el altar de la que entonces se llamaba iglesia de San Juan, pero más adelante, llevó el nombre de San Ireneo. Esta tumba o santuario fue destruido por los calvinistas en 1562 y, al parecer, desaparecieron hasta los últimos vestigios de sus reliquias. Es digno de observarse que, si bien la fiesta de san Ireneo se celebra desde tiempos muy antiguos en el Oriente (el 23 de agosto), sólo a partir de 1922 se ha observado en la iglesia de Occidente.

El tratado contra los gnósticos ha llegado hasta nosotros completo en su versión latina y, en fechas posteriores, se descubrió la existencia de otro escrito suyo: la exposición de la predicación apostólica, traducida al armenio. A pesar de que el resto de sus obras desapareció, bastan los dos trabajos mencionados para suministrar todos los elementos de un sistema completo de teología cristiana. No ha llegado hasta nosotros nada que pueda llamarse una biografía de la época sobre san Ireneo, pero hay, en cambio, abundante literatura en torno al importante papel que desempeñó como testigo de las antiguas tradiciones y como maestro de las creencias ortodoxas.

En 1904 se despertó enorme interés general, a raiz del descubrimiento de la versión armenia de un escrito sobre el cual sólo se conocía el título hasta entonces: Prueba de la Predicación Apostólica. Se trata, sobre todo de una comparación de las profecías del Antiguo Testamento y de ese escrito, no se obtienen informaciones nuevas en relación con el espíritu y los pensamientos del autor. Sobre la teología de Ireneo puede consultarse con provecho la Patrología de Quasten (Tomo I). Entre las catequesis de los miércoles que SS Benedicto XVI dedicó a los Padres de la Iglesia, la del 28 de marzo del 2007 está referida a la figura y el pensamiento de Ireneo de Lyon.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Oremos  

Señor, tú que quisiste que el obispo san Ireneo hiciera triunfar la verdadera doctrina y lograra afianzar la paz de tu Iglesia, haz que nosotros, renovados, por su intercesión, en la fe y en la caridad, nos esforcemos siempre en fomentar la unidad y la concordia entre los hombres. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

 

San Pablo I, papa

En  Roma, san Pablo I, papa, quien, afable y misericordioso, de noche visitaba en silencio las viviendas de los enfermos pobres y les prestaba ayuda. Defensor de la fe ortodoxa, escribió a los emperadores Constantino y León para que restituyeran el culto a las sagradas imágenes. Muy devoto de los santos, trasladó entre himnos y cánticos los cuerpos de los mártires desde los cementerios en ruinas a los diversos títulos y monasterios del interior de la ciudad, y promovió su culto.

El sucesor del papa Esteban III en el trono de San Pedro, fue Pablo, su hermano menor. Los dos habían recibido al mismo tiempo su educación en la escuela de Letrán, juntos fueron elevados a la dignidad de diáconos por el papa san Zacarías, y Pablo siempre estuvo estrechamente unido a Esteban, a quien cuidó con ternura en su última enfermedad. No es de extrañar que, al ascender al papado, conservase estrictamente la política de su hermano. Un contemporáneo, cuyos escritos figuran en el Liber Pontificalis, rinde elocuentes tributos al carácter personal del papa Pablo y hace resaltar su bondad, su clemencia y su magnanimidad. Siempre estaba dispuesto a ayudar a los necesitados y jamás devolvió mal por mal. A menudo, aprovechaba las sombras de la noche para escurrirse en las prisiones a redimir a los deudores pobres encarcelados; en ocasiones, consiguió devolver la libertad a reos condenados a muerte. Si acaso llegaba a fallar en la justicia, era por exceso de misericordia.

 

El pontificado de Pablo, que tuvo diez años de duración, gozó de una paz relativa en el extranjero, debido a sus buenas relaciones con el rey Pipino, y una completa tranquilidad en su propia sede, debido a su firme gobierno; no deberíamos decir «firme», porque es una palabra que sugiere la dureza, pero así fue: la firmeza de la administración de Pablo I ofrece un marcado contraste con la bondad y dulzura de carácter del que habla el Liber Pontificalis. Al mismo tiempo, los registros de su pontificado, constituyen un largo relato de diplomacia política; en las palabras de Mons. Mann: «Por medio de un incesante esfuerzo de diplomacia, Pablo I evitó que los lombardos por una parte y los griegos por la otra, hiciesen o intentasen hacer algo en contra de los recién adquiridos poderes temporales del Sumo Pontífice; con brillante destreza, consiguió que los grandes y graves acontecimientos quedasen sólo a punto de suceder». Se mantuvo siempre en los mejores términos con el rey Pipino, a quien enviaba cartas extremadamente corteses, regalos (incluso un órgano) y reliquias de los mártires.

 

En Roma propiamente dicha, las actividades del Papa tomaron una forma más concreta todavía. Como las catacumbas habían quedado reducidas a escombros por la carcoma del tiempo y el paso de los bárbaros, el Papa se dedicó a trasladar las reliquias de muchos santos y mártires a las iglesias de la ciudad. Entre los restos qué recuperó, figuran los de santa Petronila, la supuesta hija de san Pedro, que fueron sepultados en un mausoleo recién restaurado que, con el tiempo, llegó a conocerse como Capilla de los Reyes de Francia. El santo Pontífice construyó o reconstruyó una iglesia de San Pedro y San Pablo y también erigió un oratorio en honor de Nuestra Señora dentro de su propia iglesia de San Pedro. En la mansión familiar, que convirtió en monasterio dedicado a los papas San Esteban I y San Silvestre, instaló a los monjes griegos que habían escapado de la persecución iconoclasta. La iglesia adjunta, reconstruida por el Papa y puesta al servicio de los religiosos refugiados, tomó el nombre de San Silvestre in Capite, porque ahí se guardó una cabeza que los griegos trajeron del Oriente y que era, según se afirmaba, la de san Juan Bautista. Once siglos más tarde, la misma iglesia, nuevamente reconstruida, fue entregada para el culto de los católicos ingleses, por el Papa León XIII. El Papa Pablo I se hallaba en san Pablo Extramuros, a donde había ido para escapar al agobiante verano de Roma, cuando fue atacado por una fiebre que resultó fatal. Murió el 28 de junio del 767.

 

El Liber Pontificalis en la edición de Duchesne (vol. I, pp. 463-467), es la fuente más digna de confianza para una estimación del carácter personal del Papa. Las cartas de Pablo I, se encuentran en MGH., Epistolae, vol. III, edición de Gundlach.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
  • Luciano Gonzalez

    Locutor- Productor- Editor

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