
San Félix de Cantalicio (1513-1587)
La vida de San Félix de Cantalicio es como un regatillo de agua clara al servicio de Dios. Hay en esta existencia, del que se puede considerar primer santo capuchino en el siglo XVI, una sublime sencillez, exponente de un alma transparente, purificada día tras día por la caridad, que es la forma más pura del amor.
Nace este interesante ejemplar de la santidad en Cantalicio, en el año 1513. Cantalicio es una pequeña población italiana del territorio de Città Ducale, provincia de Umbría. Los padres del Santo eran pobres y temerosos del Señor. Su padre se llamaba Santo de Carato; su madre, Santa. ¿Se llamaban así o eran llamados así por su bondad? De niño, se dedica al pastoreo. Grababa una cruz en una encina, como un pequeño tallista del símbolo del sacrificio, y ante ella rezaba muchos rosarios. Junto al trabajo, humilde trabajo de pastor, la oración.
De esta manera, su trabajo quedaba empenachado de plegarias, como si las avemarías fuesen salpicando las jornadas de su vigilancia del ganado. Entra después al servicio de varios labradores. En la casa de uno de éstos oye leer vidas de santos. Quiere imitar a los penitentes del desierto, y, al preguntar dónde podría hallar la fórmula de los anacoretas, alguien le respondió: «En los capuchinos». Es, entonces, cuando se decide a pedir el hábito en el convento de Città Ducale.
Parece que el padre guardián, para probar la vocación del aspirante, recarga las tintas de la penitencia de los frailes y le dice, mientras le muestra un crucifijo: «Éste es el modelo a que debe conformar su vida un capuchino». Félix, enamorado del sacrificio, se arroja a los pies del padre guardián y le manifiesta que no desea sino una vida del todo crucificada. Enviado al noviciado de Áscoli, cuando tiene veintiocho años, cae enfermo: unas pesadas calenturas. Pero un día se levanta de la cama y le dice al padre guardián que ya no tiene nada. Destinado a Roma, ejerce en la Ciudad Eterna, durante casi cuarenta años, el cargo de limosnero. A su compañero de fatigas y de alegrías a lo divino le decía: «Buen ánimo, hermano: los ojos en la tierra, el espíritu en el cielo y en la mano el santísimo rosario». Jamás condescendió con su gusto, y toda su vida fue una constante renunciación a los pequeños muchos por el gran todo.
Solía exclamar, recordando una frase que había leído: «O César o nada». Se ha dicho que sólo hay una tristeza: la de no ser santo. Sí; la de no ser «césar» de la santidad. Y llegó a «césar» de Dios por el camino de la santa simplicidad. ¿En qué consistía la ciencia de este simpático lego? «Toda mi ciencia –afirmaba– está encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo, y una blanca, la Virgen Inmaculada».
Ayunaba a pan y agua las tres cuaresmas de San Francisco, comía los mendrugos de pan que dejaban los frailes y dormía tres horas en un lecho de tarima. Pero, como si esto fuera poco –y lo era para sus aspiraciones–, no se quitaba el cilicio. A pesar de todo, o, más exactamente, por todo, tenía una contagiosa felicidad y un buen humor delicioso. Bromeaba a lo divino con su amigo Felipe de Neri. Uno y otro se saludaban de esta manera:
–Buenos días, fray Félix. ¡Ojalá te quemen por amor de tu Dios!
–Salud, Felipe. ¡Ojalá te apaleen y te descuarticen en el nombre de Cristo!
Un fraile que le acompañaba en cierta ocasión, en visita al cardenal de Santa Severina, dijo a éste que mandase a fray Félix descargar la limosna. «Señor –respondió el lego–, el soldado ha de morir con la espada en la mano y el asno con la carga a cuestas. No permita Dios que yo alivie jamás a un cuerpo que sólo es de provecho para que se le mortifique». Cuando alguien le insultaba, replicaba: «¡Que Dios te haga un santo!»
Estaba rezando un día, cuando la imagen de la Virgen puso al Niño en los brazos de fray Félix. Y así le pintó Murillo. Son muchas las anécdotas con trascendencia de eternidad que se cuentan de San Félix de Cantalicio. Su hermano en religión, padre Prudencio de Salvatierra, recoge algunas verdaderamente entrañables. En cierta ocasión, iba pidiendo limosna, que era su oficio cotidiano.
De pronto, siente un cansancio extraordinario. ¿Por qué le pesaba tanto el morralillo que llevaba a la espalda? Porque alguien había depositado una moneda de plata en la alforja del santo mendigo, moneda que le pareció la sonrisa burlona del demonio. «Este es el peso maldito que no me deja caminar». Y, sacudiendo la alforja, hizo que la moneda cayese al suelo, para seguir tan sólo con los regojos a cuestas. Durante las jornadas frías, quizá algunos religiosos se acercaban al fuego para confortar un poquillo sus cuerpos ateridos. Mas fray Félix huía del grato calor, a la vez que decía a su cuerpo: «Lejos, lejos del fuego, hermano asno, porque San Pedro, estando junto a una hoguera, negó a su Maestro».
Venerable y al mismo tiempo jovial figura, por las calles de Roma, la de este hermano lego, al que rodeaban los chiquillos para tirarle de las barbas y curiosear en sus alforjas. El lego, sonriente y hasta riente, enseñaba el catecismo a los niños, y les daba consejos, les embelesaba con su palabra dulce y sencilla.
Inventaba coplas religiosas, que en seguida se hacían populares en la ciudad. Tenía buen oído y voz de barítono. Lo debía de pasar muy bien cantando, limpio de polvo y paja del menor gusto. «Dentro del convento sabía unir, por modo maravilloso, la alegría con el silencio, el trabajo con la oración». Su hermano fray Domingo decía: «Félix es avaro en sus palabras, pero lo poco que dice es siempre bueno».
Enferma un fraile, a quien los médicos desahucian. Pero entra fray Félix en la celda del paciente y profiere unas palabras como mojadas de humor y frescura celestiales: «Vamos, perezoso, levántate; lo que a ti te conviene es un poco de ejercicio y el aire puro del huerto. »En efecto, el frailecico había sanado.
Mas no pensemos que las que pudiéramos llamar personalidades importantes de aquel tiempo dejaban de acudir a la «ciencia» del «ignorante» lego. El sabio obispo de Milán, luego San Carlos Borromeo, solicita de fray Félix algunos consejos para la reforma del clero diocesano. ¿Qué consejos iba a dar un pobre lego mendicante a un obispo intelectual? Pues sí; le da este consejo: «Eminencia: que los curas recen devotamente el oficio divino. No hay nada más eficaz que la oración para la reforma del espíritu».
Con empuje de alma inspirada por Dios, dice al cardenal de la Orden franciscana Montalto, en vísperas de ser elegido para el Solio Pontificio: «Cuando seas Papa, pórtate como tal para la gloria de Dios y bien de la Iglesia: porque, si no, sería mejor que te quedaras en simple fraile». Ya era papa Montalto, con el nombre de Sixto V, cuando una vez pidió al lego un poco de pan.
Fray Félix busca para el Padre Santo el mejor panecillo, pero el Papa le replica: «No haga distinción, hermanito: déme lo primero que salga». Lo primero que salió fue un mendruguillo negro. El lego toma el regojo y se lo entrega a Su Santidad con estas palabras: «Tenga paciencia, Santo Padre; también Vuestra Santidad ha sido fraile». Siempre el humor junto al amor, siempre la gracia junto a la gracia. En actitud poéticamente franciscana, repartía pedacitos de pan a los pobres, a los perros, a los pájaros. A fuerza de oración consigue librarse de una epidemia, para poder seguir asistiendo a numerosos enfermos.
Con una fidelidad exacta cumple los tres votos monásticos de su vida religiosa: obediencia, pobreza y castidad. Respetaba al sacerdote y rendía homenaje a «la dignidad más sublime de la tierra». Fue fray Félix de Cantalicio un amador esforzado de la Señora, y cuando, en la calle, los ojos del lego se encontraban con una imagen de la Virgen, prorrumpía de este modo: «Querida Madre: os recomiendo que os acordéis del pobre fray Félix. Yo deseo amaros como buen hijo, pero vos, como buena Madre, no apartéis de mí vuestra mano piadosa, porque soy como los niños pequeños, que no pueden andar un paso sin la ayuda de su madre».
Uno se acuerda de la Balada de las dudas del lego, de Pemán: «Y, apretando el paso, con simple alegría, corre que te corre… ¿Qué más oración que el ir mansamente, por la veredica, con el cantarillo, bendiciendo a Dios?» Fray Félix no iba con el cantarillo, sino con el talego del pan. Y con las alforjas de su caridad franciscana.
¿Cómo era en lo físico fray Félix de Cantalicio? He aquí una semblanza del Santo: «Fue bajo de cuerpo, pero grueso decentemente y robusto. La frente espaciosa y arrugada, las narices abiertas, la cabeza algo grande, los ojos vivos y de color que tiraba a negro; la boca, no afeminada, sino grave y viril; el rostro alegre y lleno de arrugas; la barba no larga, sino inculta y espesa; la voz apacible y sonora; el lenguaje de tal calidad que, aunque rústico, por ser simple y humilde, convertía en hermosura la rusticidad».
Cargado de trabajos, de dolores, pero con una alegría desbordante, presiente su muerte. Y dice: «El pobre jumento ya no caminará más». Pretende ir a la iglesia desde el lecho, arrastrándose, mas se le prohíbe. Recibe los sacramentos, se queda en éxtasis, vuelve en sí, pide que le dejen solo. Los frailes le preguntan: «¿Qué ves?» Y él responde: «Veo a mi Señora rodeada de ángeles que vienen a llevar mi alma al paraíso». Sin haber entrado en agonía, muere el 18 de mayo de 1587, a los setenta y dos años de edad. Toda la ciudad corre al convento para besar el cadáver del santo lego y obtener reliquias.
El papa Sixto V, que testificaba dieciocho milagros, quiso beatificar a fray Félix, pero no tuvo tiempo. Es Paulo V quien inicia el proceso de beatificación, que solemnemente será verificado por Urbano VIII. En 1712, Clemente XI canonizó a fray Félix de Cantalicio.
He aquí una vida colmada hasta los bordes de santa simplicidad, una vida clara y sencilla, alegre por sacrificada, sublime por humilde, la vida de un lego capuchino del siglo XVI, cuyo perfume llega hasta nuestros días con la fragancia de las más puras esencias de la virtud.
San Félix de Cantalicio, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 410-415
Beata Guadalupe Ortiz Landázuri
Guadalupe Ortiz de Landázuri Fernández de Heredia (Madrid, 12 de diciembre de 1916 – Pamplona, 16 de julio de 1975) fue doctora en Ciencias Químicas, catedrática española de maestría Industrial, investigadora en el ámbito de la química aplicada, -tanto en la búsqueda de materiales refractarios aislantes, para disminuir el consumo de energía, como en el sector de los textiles-.12 Ha sido proclamada venerable por la Iglesia católica.3
Fue una de las primeras mujeres que siguieron a san Josemaría Escrivá de Balaguer en su empeño por difundir la llamada universal a la santidad a través del Opus Dei. El texto del decreto promulgado por la Congregación de las Causas de los Santos recoge cómo Guadalupe vivió en grado heroico las virtudes, y “se entregó por entero y con alegría a Dios y al servicio de su Iglesia, y experimentó intensamente el amor divino” (Decreto sobre las virtudes heroicas de Guadalupe Ortiz de Landázuri).
Guadalupe se caracterizó desde sus primeros años por su sólido carácter y su valentía. Era la pequeña de cuatro hermanos, uno de los cuales falleció poco antes de que ella naciera. Comenzó el bachillerato en el Colegio Nuestra Señora del Pilar, que dirigían los marianistas en la ciudad de Tetuán, donde su padre había sido destinado como oficial del ejército. En el curso que le correspondió era la única mujer y destacó por su audacia y sus buenas calificaciones académicas. Terminó el bachillerato en Madrid en el año 1933 y en octubre de ese mismo año se matriculó en la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Central. Entre los sesenta alumnos de primer curso sólo había cinco mujeres.
En los primeros días de la Guerra Civil, en julio de 1936, su padre fue detenido y condenado a muerte dos meses después, tras un proceso sumario. Guadalupe permaneció al lado de su padre con su madre y su hermano Eduardo, confortándole en las horas previas a la ejecución. Pese al enorme dolor por la pérdida y al hecho de tener que huir de Madrid con su madre, no conservó nunca rencor hacia los autores de la muerte de su padre. Incluso años más tarde, al establecer su residencia en México, mantendría relación con diferentes personas procedentes del bando republicano, que se habían tenido que exiliar en ese país al finalizar la Guerra Civil española.
En 1939, tras el fin de la guerra, Guadalupe regresó a la capital de España, donde completó su licenciatura en Químicas y comenzó a dar clase en varios colegios. Fue entonces, cuando conoció al fundador del Opus Dei y entendió que Dios la llamaba a formar parte, con una disponibilidad total y viviendo el celibato apostólico, de esta nueva institución nacida en el seno de la Iglesia católica. Corría el año 1944 y Guadalupe tenía 27 años. Desde aquel momento se dedicó a buscar la santidad personal a través de su trabajo y de su quehacer diario, además de ayudar a otras personas a hacer lo mismo. Su alegría era contagiosa, y patente su fortaleza para afrontar positivamente cualquier dificultad. Destacaba también por su optimismo y su generosidad con los demás.
En 1950 el fundador del Opus Dei le planteó la posibilidad de ir a México. De inmediato respondió positivamente y se trasladó con ilusión a ese país. Allí puso en marcha las actividades formativas del Opus Dei, con todo tipo de personas. Entre sus primeros proyectos estuvo una residencia para estudiantes universitarias en la calle Copenhague de la capital mexicana. Guadalupe se ocupó también de manera especial de la formación de las mujeres campesinas y de impulsar un proyecto de enseñanza: la escuela rural Montefalco, donde estas personas aprendían a leer y a escribir, así como algunos oficios manuales.
En 1956 dejó México para colaborar con san Josemaría en la dirección del Opus Dei en Roma. Sin embargo, al cabo de unos meses, una estenosis mitral en el corazón la llevó a tener que abandonar Roma y regresar a Madrid para recibir tratamiento médico. A partir de entonces permanecería ya en esa ciudad. Completó sus estudios de doctorado en Químicas y se incorporó al Instituto Ramiro de Maeztu como profesora y, posteriormente, como catedrática en la Escuela femenina de Maestría Industrial de la capital. En esa etapa se hizo cargo además del cuidado de su madre, a la vez que dirigía uno de los centros del Opus Dei y seguía con una intensa actividad profesional.
A pesar de su delicada salud, no disminuyó su ritmo de trabajo, ni dejó de dedicarse con entusiasmo al apostolado con gente de todas las edades. También en esos años colaboró en la puesta en marcha del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Domésticas (CEICID), donde impartió clases de Química de Textiles.
En 1975, la enfermedad de corazón que había ido deteriorando su salud, la obligó a someterse a una nueva intervención quirúrgica en Pamplona. Pese al éxito inicial de la operación, una insuficiencia respiratoria posterior agravó su estado de salud, y falleció el 16 de julio del mismo año. El pasado 5 de octubre sus restos fueron trasladados desde Pamplona al Oratorio del Caballero de Gracia de Madrid.