Santa Catalina Labouré

1806-1876 Catalina la trabajadora parece decir su nombre, la activa y la oscura, la humilde y la obediente. Y así fue desde la niñez, sustituyendo a su madre muerta en la dirección de la granja paterna, cuidando a diez hermanos, atendiendo a todo y aun encontrando tiempo para ir a la iglesia y visitar enfermos.

Una modesta campesina bretona, no muy instruida por lo que sabemos, pero con el recio sentido común y el sólido equilibrio de las mujeres fuertes y sacrificadas acostumbradas al trabajo más ingrato y más duro. No le fue fácil cumplir su vocación religiosa (antes tuvo que ser criada y camarera en el café de su hermano en París), hasta que hizo el noviciado en las Hijas de la Caridad, la fundación de san Vicente de Paúl.

El resto de su vida no tiene relieve visible, cuarenta y tantos años en un hospital, en medio del anonimato más absoluto, personaje que representa a miles de monjas dedicadas al servicio de los desamparados por amor de Dios; en hospitales, asilos, manicomios, orfanatos, allí donde se sufre, y sin que nadie las conozca, una monjita, como se las suele llamar.

Nadie sabía que en su juventud, en 1830, en la capilla de la rue du Bac había tenido unas visiones de la Virgen, visiones muy plásticas (la Virgen sentada en una silla que aún se conserva) en las que Nuestra Señora le pedía que se acuñase una medalla con su imagen de cuyas manos saliesen rayos de luz, las gracias que derrama sobre el mundo.

Este fue el origen de la «medalla milagrosa», que se difundió rápidamente y obró numerosos prodigios sobrenaturales, sin que nadie supiera hasta la muerte de Catalina que fue ella quien vio a la Virgen y escuchó sus palabras, cumpliendo su encargo para luego poner el sello del silencio y de la caridad sin nombre a la misión recibida.

  • Luciano Gonzalez

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