Evangelio según San Lucas 11,1-4.
El les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino;
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación».
“Padre, ¡santificado sea tu Nombre!”
La expresión “Dios Padre” no había sido revelada. Cuando Moisés pregunta a Dios quién era él, escuchó otro nombre. El nombre ha sido revelado a nosotros por el Hijo. Ese nombre implica el nombre nuevo “Padre”. “He venido en nombre de mi Padre” (Jn 5,43), “Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,28) y aún más explícitamente “He manifestado tu nombre a los hombres (Jn17,6). Por eso le pedimos “Que tu nombre sea santificado”. No significa que el hombre debe hacer votos a Dios como si necesitara nuestros augurios. Sino que tenemos que bendecir a Dios en todo tiempo y lugar, para rendirle el homenaje de reconocimiento que todo hombre debe a su benevolencia. La bendición cumple con ello. El nombre de Dios es siempre santo y santificado, ya que santifica a los otros nombres. La armada de ángeles que lo rodea, no cesa de cantar “¡Santo, Santo, Santo!”. Nosotros, que aspiramos a compartir la bienaventuranza de los ángeles, nos asociamos desde ahora a sus voces, cantando ya nuestra dignidad futura. Por la gloria de Dios. En cuanto a la oración, cuando decimos “Que tu nombre sea santificado”, demandamos que sea santificado en nosotros. Nosotros, que estamos en él, y también en los otros, en los que la gracia de Dios todavía espera ser recibida. Así nos conformamos al precepto de rezar por todos, mismo por nuestros enemigos. Por eso decir “Que tu nombre sea santificado”, es pedir que lo sea en todos los hombres.







Tertuliano (c. 155-c. 220) teólogo