Evangelio según San Lucas 10,38-42.
Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra.
Marta, que estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude».
Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas,
y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada».
Dios mío ¡enséñeme la alegría de alabarlo!
La alabanza es parte esencial del amor. En consecuencia es parte indispensable de nuestros deberes hacia Dios, es fácil de entender…Existe una segunda causa por la que debemos alabar a Dios: nos hace el incomparable favor de permitirnos alabarlo. Permitir a alguien decirnos, repetirnos en todos los modos, que nos ama ¿no es el favor más grande que podemos hacerle? Es como decirle que su amor nos place, nos agrada. Es como decirle que lo amamos también… Dios nos permite de tenernos a sus pies, murmurando sin fin palabras de admiración y amor. ¡Qué gracia! ¡Qué bondad y felicidad!… Sería una ingratitud despreciar tal favor. Sería despreciarlo si no lo aceptamos. Dios no sólo nos permite esa felicidad de felicidades, sino que lo pide. Nos pide decirle que lo admiramos y amamos. ¿No responderemos a una tal preciosa y tierna invitación? Sería ingratitud, indignidad, rudeza… Mi Señor y mi Dios, enséñame a encontrar toda mi alegría en alabarlo. Es decir, a repetirle sin fin que Usted es infinitamente perfecto y que lo amo infinitamente. “Que el Señor sea tu único deleite, él colmará los deseos de tu corazón” (Sal36,4), dijo el salmista. ¡Enséñeme a encontrar a sus pies mi deleite, viendo su belleza infinitas y con un murmullo de alabanza amoroso e incesante!… Santa Magdalena, obténgame la gracia de alabar a Nuestro Señor, nuestro Maestro común, como él quiere.







San Carlos de Foucauld (1858-1916)
ermitaño y misionero en el Sahara