San Leonardo de Porto Maurizio, religioso presbítero

En Roma, en el convento de San Buenaventura, san Leonardo de Porto Maurizio, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores, que, desbordante de celo por las personas, empleó casi toda su vida en la predicación, en la publicación de libros de piedad y en dar más de trescientas misiones en la Urbe, en la isla de Córcega y por toda Italia septentrional.

Leonardo nació en Porto Maurizio, en la Riviera italiana, en 1676. En el bautismo recibió el nombre de Pablo Jerónimo. Su padre, Domingo Casanova, era un excelente cristiano que trabajaba en la marina. Cuando su hijo mayor cumplió trece años, Domingo le confió al cuidado de su acaudalado tío Agustín, que vivía en Roma. Este envió al joven al Colegio Romano de los jesuitas. Pablo se sintió pronto llamado a la vida religiosa y decidió ingresar en la orden de San Francisco. Pero su tío, que quería que fuese médico, se opuso a ello y acabó por echarle de su casa. Pablo se refugió con otro pariente suyo, Leonardo Ponzetti, y allí permaneció hasta que su padre le otorgó el permiso de hacerse fraile. A los veintiún años, tomó el hábito de San Francisco en el noviciado de Ponticelli y adoptó el nombre de Leonardo como muestra de agradecimiento a Ponzetti. Después de terminar sus estudios en el Colegio de San Buenaventura del Palatino, recibió allí mismo la ordenación sacerdotal en 1703. Dicho convento era la principal casa de Ia «Riformella» (retoño de la rama de los «Riformati» franciscanos). San Leonardo supo combinar durante toda su vida el trabajo misional con la más estricta observancia monástica, y largos períodos de soledad. Según decía él mismo, «la predicación hacía que viviese para Dios y la soledad hacía que viviese en Dios».

En 1709, san Leonardo y otros frailes, encabezados por el P. Pío, fuero en enviados a tomar posesión del monasterio de San Francisco Monte, en Florencia, que el gran duque Cosme I de Médicis había regalado a la «Riformella». La comunidad se sujetó a las normas de San Francisco en toda su austeridad; por ejemplo, no aceptaba renta ninguna del gran duque, ni recibían estipendio alguno por la misa y predicación, contentándose con las limosnas que los frailes pedían de puerta en puerta. El convento se pobló rápidamente y se convirtió en un gran centro religioso del que Leonardo y sus hermanos salían a predicar por toda Toscana, con gran fruto. Un párroco de Pistoia escribió al guardián del convento: «Bendita sea la hora en que se me ocurrió pedir al P. Leonardo. Sólo Dios sabe el bien que ha hecho aquí. Su predicación llega al fondo de todos los corazones … Todos los confesores de la región han tenido mucho trabajo». San Leonardo fue nombrado guardián de San Francisco del Monte, y estableció en las montañas cercanas la ermita de Santa María del Encuentro para que cada uno de los religiosos pudiese retirarse a ella dos veces al año. A propósito de eso decía: «Vamos a hacer el noviciado para el paraíso. He predicado muchas misiones a otros y ahora voy a predicar una al hermano Leonardo». En la ermita impuso el santo la estricta clausura. Los monjes que se retiraban a ella debían guardar silencio casi constantemente; sólo podían comer pan, verduras y frutos; estaban obligados a tomar diariamente una disciplina; debían consagrar nueve horas al oficio divino y otros ejercicios espirituales y el resto del tiempo al trabajo manual.

San Leonardo trabajó muchos años en Toscana, aunque con frecuencia se le invitaba a predicar en otras partes. La primera vez que fue a predicar en Roma, se entretuvo tanto tiempo en la Ciudad Eterna, que el duque de Médicis le envió un navío por el Tíber para que volviese a Toscana. Al cabo de seis años de misionar en los alrededores de Roma, el santo fue nombrado guardián de San Buenaventura en 1736, a los sesenta años de edad. En una ocasión, dio una misión de tres semanas en Civita Vecchia. En ella predicó especialmente a los soldados, a los marineros, a los presos y a los esclavos de las galeras. Hizo también «una visita a un capitán que se empeñó en que fuese a su navío. Allí encontramos a tres o cuatro de los que habían asistido a los sermones, y parecían dispuestos a abandonar sus errores. Los pobrecillos habían quedado más conmovidos por lo que habían visto y oído, pues apenas entendían el idioma. Lo que demuestra que la gracia es realmente la que mueve los corazones». Un año más tarde, san Leonardo dejó de ser superior. Fue entonces a predicar en Umbría, Génova y las Marcas. Las gentes acudían en tal cantidad que, con frecuencia, tenía que predicar fuera de las iglesias. A fin de llamar la atención de los pecadores empedernidos y de los que no se interesaban por la misión, el santo se disciplinaba en público algunas veces. Pero subre todo recurría al Viacrucis, y a él se debe en grao parte la popularidad de esa devoción. Con frecuencia la imponía como penitencia, y la predicaba continuamente. En todas sus misiones ponía las estaciones del Viacrucis. Según se dice, las erigió en 571 poblaciones de Italia. Solía también difundir la exposición del Santísimo Sacramento y la devoción al Sagrado Corazón y a la Inmaculada Concepción de María. Como se sabe, esas devociones estaban entonces mucho menos popularizadas que en la actualidad. San Leonardo se esforzó particularmente por conseguir la definición del dogma de la Inmaculada Concepción. Él fue el primero que sugirió la idea de sondear la opinión de los cristianos sobre ese punto, sin reunir un concilio ecuménico, como se hizo un siglo más tarde.

Benedicto XIV profesaba gran respeto al santo. En 1744, de concierto con la República de Génova, a la que pertenecía la isla de Córcega, el Pontífice envió allá a san Leonardo a restablecer la paz y el orden. El pueblo no le recibió bien, pues le tomó por un agente del «dogo», disfrazado de misionero. Evidentemente, la misión de san Leonardo tenía algo de político, ya que los desórdenes de Córcega habían sido provocados en gran parte por el descontento contra el dominio genovés. La situación política, el temperamento turbulento de los corsos (que acudían a los sermones de san Leonardo con las armas en la mano), y la configuración montañosa del país, hicieron de esa misión la más difícil de cuantas tuvo que predicar san Leonardo. Éste escribió muchas cartas desde Córcega. En una de ellas decía: «En cada parroquia encontramos pleitos de lo más terribles; pero generalmente acabamos por restablecer la paz y la calma. Sin embargo, en tanto que la justicia no sea suficientemente fuerte para desarraigar las ‘vendettas’, el bien que hagamos será sólo transitorio … Durante estos tres años de guerra, el pueblo no ha recibido instrucción alguna. Los jóvenes son disolutos, alocados y no se acercan a los sacramentos. Muchos de ellos ni siquiera cumplen con la Pascua y, lo que es aún peor, nadie les llama la atención por ello. En la primera oportunidad que tenga de ver a los obispos, les diré lo que pienso … Pero, aunque el trabajo es muy duro, la cosecha es abundante …»

La fatiga, las intrigas y la constante vigilancia sobre sí mismo, acabaron con la salud del santo, que tenía ya sesenta y seis años. Al cabo de seis meses estaba ya tan enfermo, que hubo que enviar un barco de Génova para que volviese al continente. Su diagnóstico sobre el estado de Córcega había sido correcto, pues el Papa le escribió poco después: «La situación en Córcega está peor que nunca, de suerte que no conviene que volváis». Al mismo tiempo que predicaba en las iglesias, san Leonardo solía dar retiros a religiosas y laicos. Así lo hizo sobre todo en Roma durante los meses de preparación para el año jubilar de 1750. En ese año, san Leonardo vio realizarse una de sus más caras ambiciones, ya que Benedicto XIV le permitió erigir las estaciones del Viacrucis en el Coliseo. Con tal ocasión, predicó a una numerosa y ferviente multitud un sermón que se conserva todavía. Por entonces escribió: «Me estoy haciendo viejo. Mi voz tenía la misma potencia que hace dos años, pero me cansé mucho. De todas maneras consuela ver que el Coliseo ha dejado de ser un sitio de atracción para convertirse en un verdadero santuario …» En la primavera del año siguiente, san Leonardo partió de Roma para predicar en Lucca y otros sitios. El Papa le ordenó que no hiciese el viaje a pie, sino en coche. El santo había sido un enérgico misionero durante cuarenta y tres años, y sus fuerzas empezaban a decaer. Por eso, y debido a la hostilidad e indiferencia que encontraba en ciertas ciudades, sus últimas misiones fueron relativamente poco fructuosas. A principios de noviembre, san Leonardo se dirigió al sur y entonces comprendió que su carrera había terminado. El coche en que iba se descompuso, de suerte que tuvo que hacer a pie una parte del viaje. Los franciscanos de Espoleto trataron de detenerle cuando pasó por allí, pero no lo consiguieron. El 26 de noviembre llegó a Roma y tuvo que meterse en cama en el convento de San Buenaventura. Poco antes de recibir los últimos sacramentos, escribió al Papa que había cumplido su promesa de ir a morir a Roma. A las 9, llegó Mons. Belmonte del Vaticano con un mensaje muy afectuoso del Pontífice. El santo murió antes de media noche.

A pesar de su increíble actividad, san Leonardo encontró tiempo, en los intervalos de soledad y contemplación que él apreciaba tanto, para escribir numerosas cartas, sermones y tratados devotos. La obra titulada «Resoluciones», que trata de los medios de alcanzar la perfección, no sólo vale por sí misma, sino también por lo que nos revela sobre el santo. El cardenal Enrique de York, hijo de la reina Clementina, de la que san Leonardo había sido director espiritual, promovió su causa de beatificación, que tuvo lugar en 1796. Fue canonizado en 1867.

 La colección publicada en Roma, en 1853-1854, estaba muy lejos de ser completa. En 1872 fueron publicadas ochenta y seis de las cartas del santo a su penitente Elena Colonna, con el título de Soavitá di spirito di S. Leonardo. Los PP. Inocenti (1925 y 1929) y Ciro Ortolani da Pesaro (1927) publicaron otras cartas. Muchos artículos del Archivum Franciscanum Historicum han enriquecido nuestros conocimientos sobre san Leonardo. Hay un buen artículo del P. M. Bihl en Catholic Encyclopedia.

Santos Tomás Dinh Viet Du y Domingo Nguyen Van Xuyên, presbíteros y mártires

En la ciudad de Nam Dinh, en Tonquín, santos Tomás Dinh Viet Du y Domingo Nguyen Van Xuyên, presbíteros de la Orden de Predicadores y mártires, que por decreto del emperador Minh Mang fueron decapitados al mismo tiempo.

El 26 de noviembre de 1839 en Nam-Dinh, en el llamado Campo de las Siete Yugadas, fueron decapitados dos sacerdotes católicos, que eran además religiosos dominicos, y que se habían negado firmemente a apostatar de su fe cristiana. Fueron canonizados el 19 de junio de 1988 por el papa Juan Pablo II.

 

Tomás Dlnh Viet Du había nacido en Phu-Nhai hacia 1783. Siguió la vocación sacerdotal y se ordenó sacerdote, ingresando a continuación en la Orden de Predicadores, en la que profesó en 1814. Llevó adelante su trabajo apostólico hasta que en 1839 la persecución se hizo más fuerte y en mayo de ese año un espía denunció su presencia. Una madrugada rodearon el pueblo de Sien-Die los soldados, despertaron a la población, y procedieron al registro de la casa. Él se vistió de labrador y se puso a trabajar en el huerto, pero el espía lo reconoció y fue arrestado. Una vez admitido ante el gobernador su sacerdocio, fue brutalmente apaleado. Luego fue llevado a la prisión de Nam-Dinh y aquí se le torturó de todos los modos posibles para lograr su apostasía. Pero perseveró en la fe y animaba a hacer lo mismo a todos los que le visitaban. El 7 de noviembre de aquel año se lanzó contra él la sentencia de muerte, que fue posteriormente confirmada y ejecutada.

 

Domingo Nguyen Van (Doan) Xuyen nació en Hung-Cap, cerca de Nam-Dinh, hacia 1786. El santo obispo Clemente Ignacio Delgado lo recibió cuando era niño en la Casa de Dios y lo preparó al sacerdocio, que recibió en 1819 cuando tenía 33 años de edad. Poco después, el 20 de abril de 1820, hizo la profesión en la Orden de Predicadores. Celoso e infatigable, recorrió su distrito ejerciendo su ministerio, atendiendo con gran amor a los pobres. Se le encargó la parroquia de Ke-men, donde convirtió a muchos a la fe cristiana. Cuatro años después pasó a Dong-Xuyen, donde trabajó con fruto durante 13 años. Posteriormente fue enviado al seminario de Ninh-Cuong como ayudante de san José Fernández, y año y medio más tarde el citado san Clemente Ignacio Delgado se lo llevó como secretario y lo sustituyó en la parroquia de Kien-lao. Una vez arrestado el vicario apostólico en mayo de 1838, siguió su arresto en Ha-linh. El 18 de agosto de 1839 compareció ante el mandarín de Xuan Truong que lo envió a Nam-Dinh, al gobernador de la provincia. Fue severamente atormentado. Llevado ante una cruz para que la pisoteara, se arrodilló ante ella. Llegó a echar sangre por la boca a causa de las palizas y perdió el conocimiento en medio de las torturas, pero se mostró firme y mantuvo la fe. El 25 de octubre de 1839 fue condenado a muerte y, una vez confirmada la sentencia, fue ejecutado.

  • Luciano Gonzalez

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