Santa Eulalia, virgen y mártir, que, según se cuenta, en Mérida, población de Lusitania, siendo aún joven no dudó en ofrecer su vida por confesar a Cristo.
El santoral español registra tradicionalmente dos Eulalias vírgen y mártir: la de Mérida y la de Barcelona, las dos en el siglo IV. Sus noticias se han esparcido de manera mezclada, y no es raro encontrar, ya desde la antigüedad, escritos donde se cuenta de la de Barcelona lo que corresponde a la de Mérida. El Martirologio Romano actual, en su edición 2004, ha optado por retirar la inscripción de santa Eulalia de Barcelona, por considerarla una duplicación de la Eulalia que conmemoramos hoy.
Santa Eulalia de Mérida es una mártir conocida y querida en España, en especial en Mérida, naturalmente, pero también en Andalucía, en Murcia y en Asturias. La encontraremos en las tradiciones populares con el nombre original de Eulalia («de hermoso hablar»), Olalla u Olaya. El primer poema completo en lengua ástur que se conserva, del siglo XVII, está referido a esta santa, y trata de la cuestión de las reliquias de Eulalia, que están -incluso hasta la actualidad- en Oviedo. Su culto se extendió también fuera de las fronteras de España. Era conocida en África, donde san Agustín predicó un sermón en su homenaje (313G); también Beda el Venerable la menciona en el himno que compuso en honor de santa Etelreda y san Adelmo, y el poema francés más antiguo que existe, la «Cantiléne de Sainte Eulalie», del siglo IX, relata la vida de la santa.
Su martirio se nos narra en uno de los poemas de Prudencio «Peristephanon» («Sobre las coronas», dedicados a los mártires): el martirio de santa Eulalia ocupa el Canto III. Puesto que se puede datar el poema de Prudencio como anterior al 410, podemos asegurarnos de que escribía acerca de una tradición que él mismo pudo haber recibido de primera mano, y nos muestra también que el culto de la mártir gozaba ya para esa época de difusión entre las grandes historias que circulaban.
Eulalia habría sido una cristiana muy joven, de apenas doce años, que, aleccionada por el ejemplo de los mártires, se enciende en deseos de dar su sangre por Cristo. Habiéndose proclamado por orden de Daciano, el cruel prefecto de Diocleciano, en el 304, un decreto obligando a la adoración de los dioses paganos, sus padres la retiran (al campo o a una torre, según distintas versiones), pero ella escapa y va a la ciudad de Mérida, se presenta ante el juez y da allí un testimonio público en favor de los cristianos:
«Os ruego respondáis: ¿qué significa
ese furioso empeño, que a las almas
de perdición en el tremendo abismo
anhela ver al fin, precipitadas;
y a corazones, de su ruina pródigos,
al escollo de eterno mal arrastra?
Negar a Dios, omnipotente Padre,
¿no es el colmo, decidme, de la insania?
[…]
Isis, Apolo, Venus; todos estos,
y el mismo Maximiano, ¿qué son? nada.
Aquellos porque son sólo figuras
hechas por mano humana,
éste porque a las frívolas hechuras,
de las manos adora y las ensalza.
Nada son ambas cosas:
una y otra son fútiles y vanas.
Maximiano, que es dueño de riquezas,
y a las piedras, no obstante, sirve y ama,
prostituya y ofrezca su persona
a sus númenes: sea. Mas, ¿qué alcanza
con afligir, injusto,
y molestar a generosas almas?»
Ante semejante discurso la apresan inmediatamente y es el turno ahora del procurador de hacerla «razonar» de qué poco se le pide para dejarla en paz, y cuán fácil le sería librarse de los tormentos, basta sólo ofrecer un sacrificio mínimo a los dioses:
«… un poquito de sal, no más, tocaras
o exiguos granos de aromoso incienso…»
Pero Eulalia, lejos de retroceder ante las amenazas, se enciende aun más en su testimonio. Mientras los soldados la hieren «penetrando sus hierros hasta el hueso», Eulalia dialoga con Jesús, a quien le dice que está escribiendo su Pasión (la de Jesús) con los caracteres de su propia sangre (la de Eulalia). Finalmente la queman, y muere asfixiada. Su alma sale en forma de paloma de su cuerpo, y vuela hacia la eternidad a la vista de todos, y el cielo, para enfriar el cuerpo y cubrir la desnudez de la virgen, descarga sobre el anfiteatro una copiosa nevada.
Es difícil evaluar qué debe admirarse más, si la gesta de Eulalia o la maestría del poeta al contarla, pero ¿qué duda cabe? sea como hayan sido los hechos, sea cuanto haya de adorno literario, el martirio de Eulalia emociona, no por la narración sino porque deja al desnudo la nada de lo que el mundo hace gala, y muestra que la Verdad no es la aliada natural de la fuerza, sino de la debilidad, y que aunque tengamos «sólo palabras» y el mundo hierros, el «buen hablar», el hablar de Dios, es quien finalmente se impone por sobre el ruido de los hierros del mundo.
Otro poeta, esta vez del siglo XX, cantará a santa Eulalia en su martirio:
Nieve ondulada reposa.
Olalla pende del árbol.
Su desnudo de carbón
tizna los aires helados.
Noche tirante reluce.
Olalla muerta en el árbol.
Tinteros de las ciudades
vuelcan la tinta despacio.
Negros maniquíes de sastre
cubren la nieve del campo
en largas filas que gimen
su silencio mutilado.
Nieve partida comienza.
Olalla blanca en el árbol.
Escuadras de níquel juntan
los picos en su costado.
*
Una custodia reluce
sobre los cielos quemados
entre gargantas de arroyo
y ruiseñores en ramos.
¡Saltan vidrios de colores!
Olalla blanca en lo blanco.
(Martirio de santa Olalla, parte III, de Federico García Lorca, en el Romancero Gitano)
San Gregorio III, papa
En Roma, en la basílica de San Pedro, san Gregorio III, papa, que procuró la predicación del Evangelio a los germanos y, en contra de los iconoclastas de la Urbe, adornó las iglesias con sagradas imágenes.
Entre los miembros del clero que asistieron a los funerales del papa san Gregorio II, el año 731, se contaba un sacerdote sirio. Era éste tan conocido por su santidad, saber y capacidad administrativa, que el pueblo, al verle en la procesión, le eligió espontáneamente papa por aclamación. El nuevo Pontífice tomó el nombre de Gregorio III. De la administración de su predecesor heredó el problema de las relaciones con el emperador León III el Isáurico, quien había emprendido una campaña contra la veneración de las sagradas imágenes. Uno de los primeros actos de Gregorio III fue escribir una carta de protesta. Pero el sacerdote Jorge, a quien encargó de llevarla, se dejó vencer por el miedo y regresó a Roma sin cumplir el encargo. El papa se indignó tanto, que lo amenazó con degradarle. Jorge partió nuevamente; pero en Sicilia fue sorprendido por los oficiales imperiales quienes le desterraron. Entonces Gregorio III reunió un sínodo en Roma. Los obispos, el bajo clero y los laicos, aprobaron el decreto de excomunión contra todos los que condenasen las sagradas imágenes o las destruyesen. León el Isáurico empleó para vengarse el mismo método de algunos de sus predecesores, es decir que envió una flota a Roma para conducir al papa a Constantinopla. Sin embargo, una tempestad destruyó los navíos y el emperador tuvo que contentarse con imponer su dominio sobre los Estados Pontificios de Sicilia y Calabria y reconocer la jurisdicción del patriarca de Constantinopla sobre todo el oriente de la Iliria.
A esta triste iniciación del pontificado de Gregorio III sucedió un período de paz, durante el cual, el papa reconstruyó y decoró cierto número de iglesias y mandó erigir una columnata ante la «confesión de San Pedro»; en cada columna había una imagen del Señor o de algún santo, y ante ella brillaba una lámpara, como una muda protesta contra la herejía iconoclasta. El Pontífice envió el palio a san Bonifacio, que estaba en Alemania. Cuando el santo misionero inglés hizo su tercera visita a Roma, el año 738, Gregorio escribió a los «antiguos sajones» una carta compuesta a base de citas de la Biblia, que tal vez no decían gran cosa a los destinatarios, pues eran paganos. San Gregorio envió al monje inglés san Wilibaldo a ayudar a san Bonifacio.
Hacia el fin de la vida de san Gregorio, los lombardos amenazaron nuevamente Roma. El papa pidió ayuda a Carlos Martel y a los francos, no al emperador de Oriente. Pero pasó bastante tiempo antes de que Carlos Martel se decidiese e intervenir. Gregorio escribió también a los obispos de Toscana, para exhortarlos a hacer todo lo posible por recobrar las ciudades que habían caído en manos de los lombardos; si no lo hacían, «yo mismo, aunque estoy enfermo, emprenderé el viaje para ir a libraros de la responsabilidad de no ser fieles a vuestro deber». El 22 de octubre de 741 murió Carlos Martel. Unas cuantas semanas más tarde, el 10 de diciembre, le siguió san Gregorio III. El Liber Pontificalis afirma que fue «un hombre profundamente humilde y verdaderamente sabio. Conocía muy bien la Sagrada Escritura y su sentido, y sabía de memoria los salmos. Fue un predicador elegante, que tuvo mucho éxito. Dominaba el griego y el latín, y defendió con constancia la fe católica. Amó la pobreza y a los pobres, protegió a las viudas y a los huérfanos y fue amigo de los monjes y de las religiosas.»
Mann en «History of the Popes», vol. 1, pte. 2, pp. 204-224; y Hartmann, Geschichte Italiens im Mittelalter, vol. II, pte. 2, pp. 169 ss. En Español, H. Jedin, Historia de la Iglesia, Herder, tomo III, pág 55ss. (habla del pontificado de Gregorio III en todo el contexto de cambio en la Iglesia de Occidente). puede verse también el breve capítulo sobre san Gregorio III en «Los Papas, de San Pedro a Juan Pablo II», de Jean Mathieu-Rosay, Rialp, Madrid, 1990, pp 134-135.