San Pedro Canisio, presbítero y doctor de la Iglesia
San Pedro Canisio, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús y doctor de la Iglesia, que, enviado a Alemania, se dedicó con ahínco a defender la fe católica y a confirmarla con la predicación y los escritos, entre los que sobresale el Catecismo, y encontró el reposo de sus trabajos en Friburgo, población de Suiza.
Se ha llamado a san Pedro Canisio el segundo apóstol de Alemania, comparándole con san Bonifacio, que fue el primero. También se le venera como uno de los creadores de la prensa católica. Además, fue el primero del numeroso ejército de escritores jesuitas. Nació en 1521, en Nimega de Holanda, que dependía entonces de la arquidiócesis alemana de Colonia. Era el hijo mayor de Jacobo Kanis, quien recibió un título de nobleza por haber desempeñado el oficio de tutor de los hijos del duque de Lorena y fue nueve veces burgomaestre de Nimega. Aunque Pedro tuvo la desgracia de perder a su madre cuando era todavía pequeño, su madrastra fue para él una segunda madre. El joven creció en el temor de Dios. Cierto que él mismo se acusa de haber perdido el tiempo, de niño, en juegos inútiles; pero, dado que a los dicienueve años obtuvo el grado de Maestro en Artes, en Colonia, resulta difícil creer que haya sido muy perezoso. Por complacer a su padre, que deseaba darle una carrera de abogado, Pedro estudió algunos meses el derecho canónico en Lovaina; pero, al caer en la cuenta de que ésa no era su verdadera vocación, desechó el matrimonio, hizo voto de castidad y volvió a Colonia a enseñar teología. La predicación del beato Pedro Fabro había despertado gran interés en las ciudades del Rin. Fabro era el primer discípulo de san Ignacio de Loyola. Bajo su dirección, hizo Canisio los Ejercicios de San Ignacio, en Mainz y durante la segunda semana, prometió a Dios ingresar en la Compañía de Jesús. Fue admitido en el noviciado y pasó varios años en Colonia, consagrado a la oración, al estudio, a visitar a los enfermos y a instruir a los ignorantes. El dinero que recibió como herencia a la muerte de su padre, lo dedicó en parte a los pobres y en parte al mantenimiento de la comunidad. Canisio había empezado ya a escribir. Su primera publicación había sido la edición de las obras de san Cirilo de Alejandría y san León Magno (no se ha probado que él haya sido el editor de los sermones de Juan Taulero, publicados en Colonia en 1543). Después de su ordenación sacerdotal, comenzó a distinguirse en la predicación. Había asistido a dos sesiones del Concilio de Trento como delegado: una en Trento y otra en Bolonia. De allí le llamó san Ignacio a Roma, donde le retuvo cinco meses, en los que Canisio dio pruebas de ser un religioso modelo, dispuesto a ir a cualquier parte y a desempeñar cualquier oficio. Fue enviado a Mesina a enseñar en la primera escuela de los jesuitas de la que la historia guarda memoria, pero al poco tiempo volvió a Roma a hacer su profesión religiosa y a desempeñar un cargo más importante.
Recibió la orden de volver a Alemania, pues había sido elegido para ir a Ingolstadt con otros dos jesuitas, ya que el duque Guillermo de Baviera había pedido urgentemente algunos profesores capaces de contrarrestar las doctrinas heréticas que invadían las escuelas. No sólo tuvo éxito Canisio en la reforma de la Universidad, de la que fue nombrado primero rector y luego vicecanciller, sino que, con sus sermones, consiguió la renovación religiosa, en la que también colaboró con su catequesis y su campaña contra la venta de libros inmorales. Grande fue el duelo general cuando el santo partió a Viena, en 1552, a petición dcl rey Fernando, para emprender una tarea semejante. La situación en Viena era peor que en Ingolstadt. Muchas parroquias carecían de atención espiritual, y los jesuitas tenían que llenar las lagunas y enseñar en el colegio recientemente fundado. En los últimos veinte años no hubo una sola ordenación sacerdotal; los monasterios estaban abandonados; las gentes se burlaban de los miembros de las órdenes religiosas; el noventa por ciento de la población había perdido la fe y los pocos católicos que quedaban, practicaban apenas la religión. San Pedro Canisio empezó por predicar en iglesias casi vacías, quizás por el desinterés general, o bien porque su alemán del Rin resultaba muy duro para los oídos de los vieneses. Pero, poco a poco, fue ganándose el cariño del pueblo por la generosidad con que atendió a los enfermos y agonizantes durante una epidemia. La energía y espíritu de empresa del santo eran extraordinarios; se ocupaba de todo y de todos, lo mismo de la enseñanza en la universidad, que de visitar en las cárceles a los criminales más abandonados. El rey, el nuncio y el mismo Papa hubiesen querido nombrarle arzobispo de la sede vacante de Viena, pero san Ignacio sólo permitió que administrase la diócesis durante un año, sin el título ni los emolumentos de arzobispo. Por aquella época, san Pedro empezó a preparar su famoso catecismo o «Resumen de la Doctrina Cristiana», que apareció en 1555. A esa obra siguieron un «Catecismo Breve» y un «Catecismo Brevísimo», que alcanzaron enorme popularidad. Dichas obras serían para la Contrarreforma Católica lo que los catecismos de Lutero habían sido para la Reforma Protestante. Fueron reimpresos más de doscientas veces y traducidos a quince idiomas (incluyendo el inglés, el escocés de Braid, el hindú y el japonés) en vida del autor. El santo no despertó, ni en ésas ni en sus otras obras, la hostilidad de los protestantes contra las verdades que sostenía, ya que nunca los atacó violentamente.
En Praga, a donde había ido a fundar un colegio, se enteró con gran pena de que había sido nombrado provincial de una nueva provincia, que comprendía el sur de Alemania, Austria y Bohemia. Inmediatamente escribió a san Ignacio: «Carezco absolutamente del tacto, la prudencia y la decisión necesarias para gobernar. Soy orgulloso y apresurado por temperamento, y mi falta de experiencia me hace totalmente inepto para el oficio de provincial». Pero san Ignacio sabía lo que hacía. En los dos años que pasó en Praga, Pedro Canisio devolvió la fe a gran parte de la ciudad, y el colegio que fundó era tan bueno, que aun los protestantes enviaban a él a sus hijos. En 1557, fue invitado a Worms a tomar parte en la discusión entre los teólogos católicos y protestantes. Asistió a dicha conferencia, aunque estaba convencido de que ese tipo de reuniones provocaban disputas que no hacían más que ensanchar el abismo que separaba a los cristianos. Es imposible, dado el reducido espacio de que disponemos, seguir al santo en los numerosos viajes de su provincialato y en sus múltiples actividades. El P. Brodrick calcula que, entre 1555 y 1558, recorrió diez mil kilómetros a pie y a caballo y que, en treinta años, anduvo cerca de treinta mil kilómetros. Para responder a quienes le criticaban por trabajar demasiado, el santo solía decir: «Quien tenga demasiado qué hacer será capaz de hacerlo todo con la ayuda de Dios».
Además de los colegios que fundó o inauguró, dispuso la fundación de muchos otros. En 1559, a instancias del rey Fernando, fue a residir a Augsburgo durante seis años. Ahí reavivó una vez más la llama de la fe, alentando a los fieles, tendiendo la mano a los caídos y convirtiendo a muchos herejes. Además, convenció a las autoridades para que abriesen de nuevo las escuelas públicas, que habían sido destruidas por los protestantes. Al mismo tiempo que hacía todo lo posible por impedir la divulgación de los libros inmorales y heréticos, divulgaba en cuanto podía los libros buenos, ya que comprendía, por intuición, la importancia que la prensa tendría con el tiempo. En aquella época recopiló y editó una selección de las cartas de san Jerónimo, el «Manual de los Católicos», un martirologio y una revisión del Breviario de Augsburgo. Durante mucho tiempo se siguió rezando en Alemania los domingos la oración general compuesta por el santo. Al fin de su provincialato, San Pedro residió en Dilinga de Baviera, donde los jesuitas tenían un colegio y dirigían la universidad. Además, allí residía también el cardenal Otón de Truchsess, que desde hacia largo tiempo era íntimo amigo del santo. Allí se dedicó sobre todo a la enseñanza, a oír confesiones y a escribir los primeros libros de una colección que había comenzado por orden de sus superiores. Dicha obra tenía por fin responder a una historia del cristianismo, muy anticatólica, que habían publicado recientemente los escritores protestantes, conocidos con el nombre de «Centuriadores de Magdeburgo». Alguien ha dicho que se trataba de «la primera y la peor de las historias de la Iglesia escritas por los protestantes». Canisio continuó su obra mientras desempeñaba el cargo de capellán de la corte en Innsbruck y sólo la interrumpió en 1577, a causa de su mala salud. Sin embargo, seguía tan activo como siempre, pues predicaba, daba misiones, acompañaba al provincial en sus visitas y aun desempeñó, durante algún tiempo, el puesto de viceprovincial.
En 1580 se hallaba en Dilinga, cuando recibió la orden de ir a Friburgo de Suiza. Dicha ciudad, que se hallaba situada entre dos regiones muy protestantes, quería que se fundase desde hacía tiempo un colegio católico, pero, además de otros obstáculos que se oponían a la empresa se carecía de fondos suficientes para realizarla. En pocos años, venció san Pedro Canisio esos obstáculos y consiguió dinero, eligió el sitio y supervisó la erección del espléndido colegio que es en la actualidad la Universidad de Friburgo, aunque nunca fue rector ni profesor en él (no debe confundirse el cantón suizo de Friburgo y su universidad con la ciudad alemana de Friburgo de Brisgovia, cuya universidad es no menos famosa que la suiza). Además del interés con que seguía los progresos del colegio, su principal actividad, durante los ocho años que pasó en Friburgo, fue la predicación; los domingos y días de fiesta predicaba en la catedral y, entre semana, visitaba los pueblos del cantón. Se puede afirmar sin temor a equivocarse, que a san Pedro Canisio se debe el que Friburgo haya conservado la fe en una época tan crítica. La debilidad obligó al santo a renunciar a la predicación. En 1591, un ataque de parálisis le puso a las puertas de la muerte, pero se rehizo lo suficiente para seguir escribiendo, con la ayuda de un secretario, hasta poco antes de su muerte, que aconteció el 21 de diciembre de 1597.
San Pedro Canisio fue canonizado y declarado doctor de la Iglesia en 1925. Una de las principales lecciones de su vida es el espíritu y el estilo de sus controversias religiosas. El mismo san Ignacio había insistido en la necesidad de dar «ejemplo de caridad y moderación cristianas en Alemania». San Pedro Canisio advertía que era un error «citar en una conversación los temas que antipatizan a los protestantes … , como la confesión, la satisfacción, el purgatorio, las indulgencias, los votos monásticos y las peregrinaciones, pues, como algunos enfermos, tienen el paladar estragado, son incapaces de apreciar esos manjares. Necesitan leche, como los niños; sólo poco a poco es posible llevarles a aceptar los dogmas sobre los que no estamos de acuerdo con ellos». San Pedro Canisio se mostraba duro con los que propagaban la herejía y, como la mayor parte de sus contemporáneos, estaba dispuesto a emplear la fuerza para impedírselo. Pero su actitud era muy diferente con quienes habían nacido en el luteranismo o habían sido arrastrados a él. El santo pasó toda su vida oponiéndose a la herejía y tratando de restaurar la fe y la vida católicas. Sin embargo decía, hablando de los alemanes: «Es cierto que muchísimos de ellos abrazan las nuevas sectas y yerran en la fe, pero su manera de proceder demuestra que lo hacen más por ignorancia que por malicia. Yerran, lo repito, pero sin intención, sin deseo y sin obstinación». Según san Pedro Canisio, no había que enfrentarse ni siquiera a los más conscientes y peligrosos de los herejes «con aspereza y descortesía, pues ello no sólo es el reverso del espíritu de Cristo, sino que equivale a quebrar la rama desquebrajada y a apagar la mecha que humea todavía».
San Miqueas, santo del AT
Conmemoración de san Miqueas, profeta, el cual, en los días de Joatán, Acaz y Ezequías, reyes de Judá, defendió con su predicación a los oprimidos, condenó los ídolos y las perversidades, y anunció al pueblo elegido que desde los días eternos nacería en Belén de Judá un caudillo que apacentaría a Israel con la fortaleza del Señor.
En la secuencia de «profetas menores» que venimos celebrando desde fines de noviembre, damos, con Miqueas, un salto muy atrás en el tiempo: con Malaquías habíamos llegado hacia mediados del siglo V: el Templo ha sido reconstruido, pero el espíritu de Judá está débil, y el profeta alienta a cobrar nuevos ánimos. Con Miqueas, en cambio, retrocedemos tres siglos, a mediados del siglo VIII antes de Cristo; es casi la misma época que la de Isaías, e incluso comparte con Isaías algunos de sus temas, y algunos aspectos de su lenguaje.
Estos son unos pocos trazos de la situación del momento: el pueblo bíblico permanece dividido en dos desde hace siglo y medio, un Reino del Norte (Israel), con capital en Samaría, y un Reino del Sur (Judá), con capital en Jerusalén; el norte ha conservado gran parte de la tradición religiosa antigua, una religiosidad más «carismática», siempre en peligro de recaer en las burdas supercherías y el politeísmo; el sur está orgulloso de haber conservado el templo y la legitimidad de la corona de David, una jerarquía religiosa que vive al calor del templo, con el permanente peligro que esto conlleva de volverse una mera «burocracia sagrada». En la Biblia están representados los dos grupos, y hay profetas de los dos reinos, porque hasta la caída de Samaría a manos de Asiria, en el 721, la Corona del Norte sigue siendo -para la corona de David y para la religión del sur- una «hermana separada». A esa época se refiere la noticia breve del Martirologio cuando dice «en los días de Joatan, Acaz y Ezequias, reyes de Judá», esto es, aproximadamente entre el 750 y el 687. Este Miqueas referido al libro que lleva su nombre y cuya memoria celebramos no debe ser confundido con otro profeta homónimo pero que predicó en el reino del Norte un siglo antes (hacia el 860), en tiempos de Ajab de Israel y Josafat de Judá, según se narra en 1Reyes 22, y que no tiene ningún libro bíblico a su nombre ni se celebra en el Martirologio.
De Miqueas sabemos biográficamente bien poco; en el encabezado del libro no menciona, como es costumbre, el nombre de su padre, lo que hace pensar en un profeta que no pertenece a ningún linaje reconocido, no se trata de un «profeta hijo de profetas», sino más bien alguien de pueblo, de un medio rural (de Moréset, una aldea fronteriza de Judá) y alejado de las dos grandes ciudades -Jerusalén y Samaría- y de su esplendor, un hombre no dado al lenguaje ingenioso ni pulido sino franco y directo, casi rudo. Judá está atravesando, en criterios humanos, uno de sus mejores momentos: no hay grandes amenazas en el horizonte, y las guerras triunfantes dejan buenos tributos, hay una clase terrateniente sólida, una burguesía bien establecida que deja en el Templo buenos beneficios. Pero -casi es ley- por dentro Judá está podrido: el culto es puro formalismo, sólo busca cumplir con Yahvé, pero perdiendo de vista lo fundamental: el huérfano, la viuda, los pobres de Dios. Y así de directo es el mensaje de Miqueas:
«¡Ay de aquellos que meditan iniquidad, que traman maldad en sus lechos y al despuntar la mañana lo ejecutan, porque está en poder de sus manos!
Codician campos y los roban, casas, y las usurpan; hacen violencia al hombre y a su casa, al individuo y a su heredad.
[…]Escuchad esto, jefes de la casa de Jacob, y dirigentes de la casa de Israel, que abomináis el juicio y torcéis toda rectitud,
que edificáis a Sión con sangre, y a Jerusalén con maldad.
Sus jefes juzgan por soborno, sus sacerdotes enseñan por salario, sus profetas vaticinan por dinero, y se apoyan en Yahveh diciendo: ‘¿No está Yahveh en medio de nosotros? ¡No vendrá sobre nosotros ningún mal!’» (caps 2-3, fragmentos).
Haríamos por supuesto muy bien en leer seguido estas palabras, sobre todo nosotros, Iglesia, que nos apoyamos, como hacían los sacerdotes del Templo, en la «promesa eterna de Dios». Pero lo meditamos precisamente hoy, 21 de diciembre, no tanto por ese «mensaje ético» (¡completamente indispensable!), sino porque es uno de los libros del AT en el que los primeros cristianos leyeron con mayor claridad que en Jesús se cumplía la promesa salvadora de Dios. En especial en estos versículos, que el lector reconocerá enseguida porque están muy presentes en la liturgia de estos días:
«Mas tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá,
de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel,
y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño.
Por eso él los abandonará hasta el tiempo
en que dé a luz la que ha de dar a luz.
Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel.» (5,1-2).
Su escrito ocupa siete capítulos en total, cuya claridad de parte de Dios no deja escapatoria, no podemos decir «nadie me avisó cuál es la religión que quiere Dios». Pero a la vez están llenos de una misteriosa promesa de salvación, que en medio de un rebaño desconcertado y disperso anuncia el nuevo pastoreo del propio Yahvé, quien «no mantendrá su cólera por siempre pues se complace en el amor» (7,18). De Miqueas procede también ese profundísimo estribillo que cantamos el Viernes Santo, y en general el esquema de los «Improperios»:
«Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he molestado? Respóndeme.» (6,3)