San Habacuc, santo del AT

Conmemoración de san Habacuc, profeta, el cual, ante la iniquidad y violencia de los hombres, anunció el juicio de Dios, pero también su misericordia, diciendo: «El justo vivirá por su fe».

Dicen que cuando el filósofo Heidegger debía introducir a sus alumnos en el pensamiento de uno de los grandes filósofos, no comenzaba como solemos hacer, contando a grandes rasgos la biografía, sino solamente «nació y murió, y escribió… tales y tales … obras», para que sus alumnos no perdieran de vista que lo que debemos valorar en un escritor es su escrito, y no las circunstancias personales que lo llevaron a escribirlo. No sé yo si esta anécdota es cierta o sólo una leyenda urbana, pero el gran pensador alemán hubiera estado muy a gusto haciendo la hagiografía de los doce profetas menores, de los cuales apenas podemos decir «nació, murió, y escribió el libro que lleva su nombre».

De Habacuc sólo puede deducirse, por indicios internos del libro, que pronunció sus oráculos en relación a los acontecimientos que ocurrían en Judá entre el 605, victoria de Nabucodonosor el Grande que se alza con el poder en Oriente Medio, y el primer asedio de Jerusalén, en 597, diez años antes de la destrucción del templo por obra del mismo rey. Es, por tanto, contemporáneo de Jeremías. Jerusalén está sumida en el pecado, en el abandono de la fidelidad a Yahvé, en la idolatría; el hombre religioso espera la llegada del castigo divino, sabe que no faltará, pero ¿cómo es posible que Dios castigue el mal de los suyos por medio de pueblos aun más pecadores que el propio Judá? ¿Qué enigma es éste del mal en la historia, de un Dios que ni se va del todo, ni termina de aparecer? Habacuc plantea a Dios, con toda reverencia pero sin concesiones, el misterio del mal en la historia; su librito, de apenas tres capítulos, contiene las preguntas y, con la autoridad del propio Yahvé, lo que puede decir el profeta en Su nombre. Notemos que estamos más de un siglo antes del libro bíblico que se ha hecho clásico por plantear rigurosamente este tema, el de Job.

Los tres capítulos de Habacuc saben a poco, es verdad, una vez hecha la pregunta por el misterio del mal en la historia, desearíamos que Dios «se suelte a hablar» más largamente de lo que lo hace, pero a pesar de su brevedad, podemos decir que es un libro perfectamente estructurado y bellamente escrito, rasgo que -a diferencia de lo que ocurre en otros libros de la Biblia- se sigue notando incluso en las traducciones. El libro consta de dos quejas del profeta, seguidas cada una de ellas de una respuesta -oráculo- por parte de Dios, luego una serie de invectivas contra los males del mundo, y todo ello cierra con un extenso salmo que bien pronto se integró en la liturgia, primero judía y luego también en la cristiana: lo rezamos en las Laudes del viernes de la segunda semana del salterio.

Sin embargo lo que los estudiosos coinciden en que podría llamarse el resumen del mensaje profético de Habacuc está contenido en una sola frase, pero que ha tenido una larga trayectoria en el mundo de la fe, especialmente la nuestra; en efecto, dice Habacuc 2,4:
«He aquí que sucumbe quien no tiene el alma recta,
más el justo por su fidelidad vivirá.»

Todos reconocemos en ese versículo cómo sus palabras han calado hondo en nuestra fe a través de la cita que hace de ellas san Pablo en Romanos 1,17. Entre Habacuc y san Pablo ha pasado Cristo, y lo que podía llamar «justo» Habacuc y lo que san Pablo entiende por «justo» se ha profundizado. Ciertamente que la frase «el justo vivirá por la fe» en el contexto de la Carta a los Romanos tiene unas resonancias que no tiene aun en Habacuc, pero eso no implica no reconocer en el profeta una voz del Antiguo Testamento que ya reclama, claramente, una revelación inaudita de Dios, algo que venga a «dar vuelta» la historia, tal como dirá en su salmo final:


Señor, he oído tu fama,
me ha impresionado tu obra.
En medio de los años, realízala;
en medio de los años, manifiéstala;
en el terremoto, acuérdate de la misericordia.


El Señor viene de Temán;
el Santo, del monte Farán:
su resplandor eclipsa el cielo,
la tierra se llena de su alabanza;
su brillo es como el día,
su mano destella velando su poder. (3,2-4)

  • Luciano Gonzalez

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